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Raphael Machado
November 15, 2024
© Photo: SCF

El nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

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Ahora que Donald Trump ha sido elegido como el 47º Presidente de los Estados Unidos, ya podemos comenzar a analizar los posibles impactos que su presidencia tendrá sobre los países de la América Ibérica, en las diversas cuestiones que necesitarán ser abordadas por el recién elegido mandatario de la hegemonía unipolar.

Al reflexionar sobre este tema, estamos inevitablemente en una desventaja relativa, en la medida en que el gobierno no solo no ha comenzado, sino que ni siquiera tenemos confirmación plena sobre los personajes que ocuparán los cargos principales de su Administración. En este momento, la información concreta y definitiva aún es escasa, a pesar de que hay muchos rumores dispersos por los medios de comunicación masivos.

Aun así, es posible hacer algunas conjeturas tanto con base en su gobierno anterior, como en sus discursos e incluso en la propia situación geopolítica contemporánea. El mundo en 2025 definitivamente no es el mismo que en 2017.

La primera y más obvia diferencia es que en 2025 estamos ante un escenario mundial de contestación activa de la hegemonía unipolar y de la “orden internacional basada en reglas”, defendida por el atlantismo. La operación militar especial rusa en Ucrania dio inicio a una reacción en cadena de eventos también en el ámbito económico y diplomático que pusieron en marcha, de hecho, la transición del momento unipolar a la orden multipolar. Si el objetivo directo y explícito es la desmilitarización y desnazificación de Ucrania, en un sentido indirecto e implícito, Rusia busca una reconfiguración de las relaciones internacionales de poder, presionando a Occidente para que retroceda de sus posiciones avanzadas y acepte la llegada de la multipolaridad.

A esto se suma el conflicto en el Oriente Medio, que ya no puede ser pensado simplemente en términos de un conflicto Israel-Palestina – acelerado desde el 7 de octubre de 2023 – y se ha convertido realmente en un conflicto regional que ya involucra al Líbano, Siria, Irak, Irán y Yemen.

En África, un número creciente de países adopta una línea multipolarista, destacándose los países del Sahel, que cuentan con el apoyo de Rusia y China. Y en Europa se observa una tendencia electoral que favorece a liderazgos pro-rusos o, como mínimo, escépticos en relación con la OTAN y la geopolítica atlantista.

Otros cambios significativos son la continuación del ascenso económico y el perfeccionamiento militar de China (y, de hecho, su acercamiento a la India), mientras que los EE. UU. se encuentran en una situación social aún más fracturada que durante el primer mandato de Trump. La inflación general está bastante alta (20% durante los primeros 45 meses del gobierno de Biden), destacándose los precios del gas y los alimentos, así como el alquiler; el costo de vida ha aumentado de Trump a Biden, y aunque los salarios hayan subido, la inflación ha hecho que el poder adquisitivo real disminuya. Es necesario también señalar que la deuda federal de 35.8 billones de dólares representa un hito significativo alcanzado por Biden. Al mismo tiempo, la epidemia de los opioides sigue sin solución y, además, el problema de la inmigración nunca ha sido tan evidente en los EE. UU.: todo indica que el gobierno de Biden alcanzará la cifra de 10 millones de entradas ilegales por las fronteras de los EE. UU., generando inestabilidad tanto en el mercado laboral como en el propio tejido social.

Tanto los desafíos internos como los externos han aumentado, de modo que es muy dudoso que Trump logre cumplir alguna de sus promesas de campaña.

Y todas estas circunstancias externas e internas moldearán la postura de los EE. UU. frente a la América Ibérica.

Inmediatamente, es dudoso creer que veremos cambios muy radicales con respecto a Nuestra América, fundamentalmente porque desde al menos Barack Obama ha habido una continuidad bastante fluida en las posturas de Washington hacia las Américas – una postura que permite conjeturar sobre un retorno de la Doctrina Monroe: “América para los americanos”, en la que los “americanos” no somos todos nosotros, sino ellos.

En este sentido, vimos, por ejemplo, durante el gobierno de Obama cómo el Departamento de Justicia influyó en las campañas “anticorrupción” que llevaron a la caída de numerosos gobiernos no alineados de la región. También vimos el inicio de la campaña de sanciones contra Venezuela y un intento de revolución de colores, un escándalo de espionaje estadounidense en Brasil y la intensificación del Plan Colombia, además de la confirmación del golpe contra Manuel Zelaya en Honduras bajo la tutela de los EE. UU.

Trump intensificó las sanciones contra Venezuela, intentó instaurar a Juan Guaidó como presidente e insistió en el intento de revolución de colores. En ese mismo periodo, hubo intentos de atentados terroristas en el país y un intento de invasión por mercenarios comandados desde los EE. UU. Brasil fue atraído hacia la OTAN, recibiendo la categoría de “aliado no miembro de la OTAN”. La influencia económica de los EE. UU. sobre México aumentó a través del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (USMCA), que sustituyó al TLCAN. Y vimos el golpe en Bolivia, que derrocó a Evo Morales.

Y bajo Biden, vimos la continuación de las sanciones y los intentos de revolución de colores contra Venezuela, un golpe en Perú, el crecimiento de la influencia de los EE. UU. sobre Ecuador, la presión de Washington para alejar a Brasil de posiciones contra-hegemónicas, además del intento de influir en las elecciones presidenciales de 2022, un nuevo intento de golpe en Bolivia, etc.

Estamos ante una política de continuidad que no parece depender, realmente, de quién ocupe la silla presidencial. La renovación de la Doctrina Monroe es una política de Estado, variando solo en prioridades conjunturales dentro de esta estrategia general dependiendo del Presidente.

Teniendo todo esto en cuenta, en primer lugar, en lo que respecta a Venezuela, la elección de Marco Rubio como Secretario de Estado indica una disposición de continuar con la política de presión, o incluso intensificarla. No obstante, los EE. UU. han comenzado a depender parcialmente del petróleo venezolano debido a la crisis energética mundial provocada por las sanciones anti-Rusia y las tensiones en el Medio Oriente. En este sentido, parte de la clase empresarial ha presionado por un suavizamiento en las relaciones entre los EE. UU. y Venezuela para garantizar buenos precios de combustibles para sus actividades económicas.

Por su parte, en Brasil, la victoria de Trump fue recibida de manera particularmente negativa, ya que gran parte de la política exterior de Lula había estado basada en el diálogo con el gobierno de Biden, con el cual el gobierno brasileño se identificaba ideológicamente en la defensa de la “democracia liberal” contra el “populismo” y la “extrema derecha”, en la defensa del alarmismo climático, de la ideología de género y en otras agendas del wokismo. Véase, por ejemplo, que en el espíritu de “equilibrarse” entre Rusia-China y los EE. UU., Brasil adoptó una postura antagónica hacia Venezuela, incluso vetando su entrada en los BRICS. La victoria de Trump desordena y confunde la dirección de la política exterior brasileña, hasta por la relación cercana entre Trump y el ex presidente Jair Bolsonaro, principal rival de Lula. Si Lula no logra construir una relación de confianza con Trump, tendrá que elegir entre finalmente abrazar su destino junto al campo contra-hegemónico, o fortalecer sus lazos con la Unión Europea en caso de seguir insistiendo en priorizar las agendas ambientales y de género.

En otro sentido, no veremos cambios significativos en la dirección con respecto a países como Ecuador (donde Noboa pretende entregar una base aérea a los EE. UU.), Perú (donde ha habido creciente circulación militar estadounidense) o Argentina (donde Milei ya ha autorizado la construcción de una base militar de los EE. UU. en la región de la Patagonia).

Países como Chile, bajo Gabriel Boric, que tiene una aprobación de solo el 30%, difícilmente verán otra situación que no sea un retorno de la derecha atlantista al poder, ya sea con Kast o Matthei. Y si esta ya era una tendencia debido a la impopularidad de Boric, la victoria de Trump refuerza esa tendencia. No es que esto vaya a cambiar la alineación de Chile, ya que incluso bajo Boric, Chile se ha comportado internacionalmente como parte de una “línea auxiliar de izquierda” de Occidente atlantista.

Los países, por lo tanto, que tienen la mayor probabilidad de sufrir una presión más dura e incisiva por parte de los EE. UU. son países como Cuba y Nicaragua, que se posicionan como opositores directos de los EE. UU., sin contar con los recursos que podrían motivar un enfoque más diplomático, como Venezuela. En el caso de estos países, la renovación o ampliación de sanciones, intentos de revolución de colores o incluso acciones de mercenarios es posible, aunque en el caso cubano el poder blando ha tenido más éxito que la fuerza, especialmente entre la juventud.

México, por su parte, representará un caso bastante especial en la región. Por un lado, es un país con el cual los EE. UU. han buscado construir una integración comercial en beneficio de los propios EE. UU. Por otro lado, será el país más afectado por las políticas antiinmigración de los EE. UU. Por ahora, Claudia Scheinbaum parece estar siguiendo el mismo camino que López Obrador, por lo que lo más probable es que el país busque una posición moderada, en una coexistencia tensa con Washington.

El uso del proteccionismo económico (aplicación de aranceles) como herramienta parece que tendrá un papel importante en todo esto. Aún en relación con México, por ejemplo, los EE. UU. prometen imponer pesados aranceles si el país vecino no mejora su manejo de la inmigración, lo que podría incluso llevar a una ruptura del tratado USMCA. Pero esto sería un tiro en el pie. En su búsqueda por enfrentarse económicamente a China, los EE. UU. han fortalecido los lazos comerciales con México para reducir la dependencia estadounidense de la industria china. ¿Cómo quedaría este esfuerzo, por lo tanto, si Trump antagoniza al país vecino? Esta tónica de la “amenaza china”, por cierto, influirá en varias de las acciones ya mencionadas como posibles orientaciones de los EE. UU. en la región, en la medida en que Washington intentará aislar y apartar a China de los países que considera parte de su “patio trasero”.

En otra posible consecuencia –esta de carácter más positivo– existe una tendencia a la reducción de la presión de los EE. UU. en lo que respecta a la cuestión ambiental en Brasil y en los otros países de la región, con el probable vaciamiento de la COP30, que sería celebrada en la Amazonía y es de gran interés para las ONG ecomundialistas. Paralelamente, es posible que haya una pequeña reconfiguración en el financiamiento de ONGs en Brasil, pero es necesario señalar que, hoy en día, la mayor parte del financiamiento de lo que llamamos “wokismo” en Brasil proviene de fuentes privadas y no de fuentes estatales.

En resumen, el gobierno de Trump tiende a ser un continuador de la Doctrina Monroe, cuya reactivación ha ido en “crecendo” desde al menos el gobierno de Obama, pero el nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

Trump y el escenario futuro de la América Ibérica

El nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

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Ahora que Donald Trump ha sido elegido como el 47º Presidente de los Estados Unidos, ya podemos comenzar a analizar los posibles impactos que su presidencia tendrá sobre los países de la América Ibérica, en las diversas cuestiones que necesitarán ser abordadas por el recién elegido mandatario de la hegemonía unipolar.

Al reflexionar sobre este tema, estamos inevitablemente en una desventaja relativa, en la medida en que el gobierno no solo no ha comenzado, sino que ni siquiera tenemos confirmación plena sobre los personajes que ocuparán los cargos principales de su Administración. En este momento, la información concreta y definitiva aún es escasa, a pesar de que hay muchos rumores dispersos por los medios de comunicación masivos.

Aun así, es posible hacer algunas conjeturas tanto con base en su gobierno anterior, como en sus discursos e incluso en la propia situación geopolítica contemporánea. El mundo en 2025 definitivamente no es el mismo que en 2017.

La primera y más obvia diferencia es que en 2025 estamos ante un escenario mundial de contestación activa de la hegemonía unipolar y de la “orden internacional basada en reglas”, defendida por el atlantismo. La operación militar especial rusa en Ucrania dio inicio a una reacción en cadena de eventos también en el ámbito económico y diplomático que pusieron en marcha, de hecho, la transición del momento unipolar a la orden multipolar. Si el objetivo directo y explícito es la desmilitarización y desnazificación de Ucrania, en un sentido indirecto e implícito, Rusia busca una reconfiguración de las relaciones internacionales de poder, presionando a Occidente para que retroceda de sus posiciones avanzadas y acepte la llegada de la multipolaridad.

A esto se suma el conflicto en el Oriente Medio, que ya no puede ser pensado simplemente en términos de un conflicto Israel-Palestina – acelerado desde el 7 de octubre de 2023 – y se ha convertido realmente en un conflicto regional que ya involucra al Líbano, Siria, Irak, Irán y Yemen.

En África, un número creciente de países adopta una línea multipolarista, destacándose los países del Sahel, que cuentan con el apoyo de Rusia y China. Y en Europa se observa una tendencia electoral que favorece a liderazgos pro-rusos o, como mínimo, escépticos en relación con la OTAN y la geopolítica atlantista.

Otros cambios significativos son la continuación del ascenso económico y el perfeccionamiento militar de China (y, de hecho, su acercamiento a la India), mientras que los EE. UU. se encuentran en una situación social aún más fracturada que durante el primer mandato de Trump. La inflación general está bastante alta (20% durante los primeros 45 meses del gobierno de Biden), destacándose los precios del gas y los alimentos, así como el alquiler; el costo de vida ha aumentado de Trump a Biden, y aunque los salarios hayan subido, la inflación ha hecho que el poder adquisitivo real disminuya. Es necesario también señalar que la deuda federal de 35.8 billones de dólares representa un hito significativo alcanzado por Biden. Al mismo tiempo, la epidemia de los opioides sigue sin solución y, además, el problema de la inmigración nunca ha sido tan evidente en los EE. UU.: todo indica que el gobierno de Biden alcanzará la cifra de 10 millones de entradas ilegales por las fronteras de los EE. UU., generando inestabilidad tanto en el mercado laboral como en el propio tejido social.

Tanto los desafíos internos como los externos han aumentado, de modo que es muy dudoso que Trump logre cumplir alguna de sus promesas de campaña.

Y todas estas circunstancias externas e internas moldearán la postura de los EE. UU. frente a la América Ibérica.

Inmediatamente, es dudoso creer que veremos cambios muy radicales con respecto a Nuestra América, fundamentalmente porque desde al menos Barack Obama ha habido una continuidad bastante fluida en las posturas de Washington hacia las Américas – una postura que permite conjeturar sobre un retorno de la Doctrina Monroe: “América para los americanos”, en la que los “americanos” no somos todos nosotros, sino ellos.

En este sentido, vimos, por ejemplo, durante el gobierno de Obama cómo el Departamento de Justicia influyó en las campañas “anticorrupción” que llevaron a la caída de numerosos gobiernos no alineados de la región. También vimos el inicio de la campaña de sanciones contra Venezuela y un intento de revolución de colores, un escándalo de espionaje estadounidense en Brasil y la intensificación del Plan Colombia, además de la confirmación del golpe contra Manuel Zelaya en Honduras bajo la tutela de los EE. UU.

Trump intensificó las sanciones contra Venezuela, intentó instaurar a Juan Guaidó como presidente e insistió en el intento de revolución de colores. En ese mismo periodo, hubo intentos de atentados terroristas en el país y un intento de invasión por mercenarios comandados desde los EE. UU. Brasil fue atraído hacia la OTAN, recibiendo la categoría de “aliado no miembro de la OTAN”. La influencia económica de los EE. UU. sobre México aumentó a través del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (USMCA), que sustituyó al TLCAN. Y vimos el golpe en Bolivia, que derrocó a Evo Morales.

Y bajo Biden, vimos la continuación de las sanciones y los intentos de revolución de colores contra Venezuela, un golpe en Perú, el crecimiento de la influencia de los EE. UU. sobre Ecuador, la presión de Washington para alejar a Brasil de posiciones contra-hegemónicas, además del intento de influir en las elecciones presidenciales de 2022, un nuevo intento de golpe en Bolivia, etc.

Estamos ante una política de continuidad que no parece depender, realmente, de quién ocupe la silla presidencial. La renovación de la Doctrina Monroe es una política de Estado, variando solo en prioridades conjunturales dentro de esta estrategia general dependiendo del Presidente.

Teniendo todo esto en cuenta, en primer lugar, en lo que respecta a Venezuela, la elección de Marco Rubio como Secretario de Estado indica una disposición de continuar con la política de presión, o incluso intensificarla. No obstante, los EE. UU. han comenzado a depender parcialmente del petróleo venezolano debido a la crisis energética mundial provocada por las sanciones anti-Rusia y las tensiones en el Medio Oriente. En este sentido, parte de la clase empresarial ha presionado por un suavizamiento en las relaciones entre los EE. UU. y Venezuela para garantizar buenos precios de combustibles para sus actividades económicas.

Por su parte, en Brasil, la victoria de Trump fue recibida de manera particularmente negativa, ya que gran parte de la política exterior de Lula había estado basada en el diálogo con el gobierno de Biden, con el cual el gobierno brasileño se identificaba ideológicamente en la defensa de la “democracia liberal” contra el “populismo” y la “extrema derecha”, en la defensa del alarmismo climático, de la ideología de género y en otras agendas del wokismo. Véase, por ejemplo, que en el espíritu de “equilibrarse” entre Rusia-China y los EE. UU., Brasil adoptó una postura antagónica hacia Venezuela, incluso vetando su entrada en los BRICS. La victoria de Trump desordena y confunde la dirección de la política exterior brasileña, hasta por la relación cercana entre Trump y el ex presidente Jair Bolsonaro, principal rival de Lula. Si Lula no logra construir una relación de confianza con Trump, tendrá que elegir entre finalmente abrazar su destino junto al campo contra-hegemónico, o fortalecer sus lazos con la Unión Europea en caso de seguir insistiendo en priorizar las agendas ambientales y de género.

En otro sentido, no veremos cambios significativos en la dirección con respecto a países como Ecuador (donde Noboa pretende entregar una base aérea a los EE. UU.), Perú (donde ha habido creciente circulación militar estadounidense) o Argentina (donde Milei ya ha autorizado la construcción de una base militar de los EE. UU. en la región de la Patagonia).

Países como Chile, bajo Gabriel Boric, que tiene una aprobación de solo el 30%, difícilmente verán otra situación que no sea un retorno de la derecha atlantista al poder, ya sea con Kast o Matthei. Y si esta ya era una tendencia debido a la impopularidad de Boric, la victoria de Trump refuerza esa tendencia. No es que esto vaya a cambiar la alineación de Chile, ya que incluso bajo Boric, Chile se ha comportado internacionalmente como parte de una “línea auxiliar de izquierda” de Occidente atlantista.

Los países, por lo tanto, que tienen la mayor probabilidad de sufrir una presión más dura e incisiva por parte de los EE. UU. son países como Cuba y Nicaragua, que se posicionan como opositores directos de los EE. UU., sin contar con los recursos que podrían motivar un enfoque más diplomático, como Venezuela. En el caso de estos países, la renovación o ampliación de sanciones, intentos de revolución de colores o incluso acciones de mercenarios es posible, aunque en el caso cubano el poder blando ha tenido más éxito que la fuerza, especialmente entre la juventud.

México, por su parte, representará un caso bastante especial en la región. Por un lado, es un país con el cual los EE. UU. han buscado construir una integración comercial en beneficio de los propios EE. UU. Por otro lado, será el país más afectado por las políticas antiinmigración de los EE. UU. Por ahora, Claudia Scheinbaum parece estar siguiendo el mismo camino que López Obrador, por lo que lo más probable es que el país busque una posición moderada, en una coexistencia tensa con Washington.

El uso del proteccionismo económico (aplicación de aranceles) como herramienta parece que tendrá un papel importante en todo esto. Aún en relación con México, por ejemplo, los EE. UU. prometen imponer pesados aranceles si el país vecino no mejora su manejo de la inmigración, lo que podría incluso llevar a una ruptura del tratado USMCA. Pero esto sería un tiro en el pie. En su búsqueda por enfrentarse económicamente a China, los EE. UU. han fortalecido los lazos comerciales con México para reducir la dependencia estadounidense de la industria china. ¿Cómo quedaría este esfuerzo, por lo tanto, si Trump antagoniza al país vecino? Esta tónica de la “amenaza china”, por cierto, influirá en varias de las acciones ya mencionadas como posibles orientaciones de los EE. UU. en la región, en la medida en que Washington intentará aislar y apartar a China de los países que considera parte de su “patio trasero”.

En otra posible consecuencia –esta de carácter más positivo– existe una tendencia a la reducción de la presión de los EE. UU. en lo que respecta a la cuestión ambiental en Brasil y en los otros países de la región, con el probable vaciamiento de la COP30, que sería celebrada en la Amazonía y es de gran interés para las ONG ecomundialistas. Paralelamente, es posible que haya una pequeña reconfiguración en el financiamiento de ONGs en Brasil, pero es necesario señalar que, hoy en día, la mayor parte del financiamiento de lo que llamamos “wokismo” en Brasil proviene de fuentes privadas y no de fuentes estatales.

En resumen, el gobierno de Trump tiende a ser un continuador de la Doctrina Monroe, cuya reactivación ha ido en “crecendo” desde al menos el gobierno de Obama, pero el nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

El nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

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Ahora que Donald Trump ha sido elegido como el 47º Presidente de los Estados Unidos, ya podemos comenzar a analizar los posibles impactos que su presidencia tendrá sobre los países de la América Ibérica, en las diversas cuestiones que necesitarán ser abordadas por el recién elegido mandatario de la hegemonía unipolar.

Al reflexionar sobre este tema, estamos inevitablemente en una desventaja relativa, en la medida en que el gobierno no solo no ha comenzado, sino que ni siquiera tenemos confirmación plena sobre los personajes que ocuparán los cargos principales de su Administración. En este momento, la información concreta y definitiva aún es escasa, a pesar de que hay muchos rumores dispersos por los medios de comunicación masivos.

Aun así, es posible hacer algunas conjeturas tanto con base en su gobierno anterior, como en sus discursos e incluso en la propia situación geopolítica contemporánea. El mundo en 2025 definitivamente no es el mismo que en 2017.

La primera y más obvia diferencia es que en 2025 estamos ante un escenario mundial de contestación activa de la hegemonía unipolar y de la “orden internacional basada en reglas”, defendida por el atlantismo. La operación militar especial rusa en Ucrania dio inicio a una reacción en cadena de eventos también en el ámbito económico y diplomático que pusieron en marcha, de hecho, la transición del momento unipolar a la orden multipolar. Si el objetivo directo y explícito es la desmilitarización y desnazificación de Ucrania, en un sentido indirecto e implícito, Rusia busca una reconfiguración de las relaciones internacionales de poder, presionando a Occidente para que retroceda de sus posiciones avanzadas y acepte la llegada de la multipolaridad.

A esto se suma el conflicto en el Oriente Medio, que ya no puede ser pensado simplemente en términos de un conflicto Israel-Palestina – acelerado desde el 7 de octubre de 2023 – y se ha convertido realmente en un conflicto regional que ya involucra al Líbano, Siria, Irak, Irán y Yemen.

En África, un número creciente de países adopta una línea multipolarista, destacándose los países del Sahel, que cuentan con el apoyo de Rusia y China. Y en Europa se observa una tendencia electoral que favorece a liderazgos pro-rusos o, como mínimo, escépticos en relación con la OTAN y la geopolítica atlantista.

Otros cambios significativos son la continuación del ascenso económico y el perfeccionamiento militar de China (y, de hecho, su acercamiento a la India), mientras que los EE. UU. se encuentran en una situación social aún más fracturada que durante el primer mandato de Trump. La inflación general está bastante alta (20% durante los primeros 45 meses del gobierno de Biden), destacándose los precios del gas y los alimentos, así como el alquiler; el costo de vida ha aumentado de Trump a Biden, y aunque los salarios hayan subido, la inflación ha hecho que el poder adquisitivo real disminuya. Es necesario también señalar que la deuda federal de 35.8 billones de dólares representa un hito significativo alcanzado por Biden. Al mismo tiempo, la epidemia de los opioides sigue sin solución y, además, el problema de la inmigración nunca ha sido tan evidente en los EE. UU.: todo indica que el gobierno de Biden alcanzará la cifra de 10 millones de entradas ilegales por las fronteras de los EE. UU., generando inestabilidad tanto en el mercado laboral como en el propio tejido social.

Tanto los desafíos internos como los externos han aumentado, de modo que es muy dudoso que Trump logre cumplir alguna de sus promesas de campaña.

Y todas estas circunstancias externas e internas moldearán la postura de los EE. UU. frente a la América Ibérica.

Inmediatamente, es dudoso creer que veremos cambios muy radicales con respecto a Nuestra América, fundamentalmente porque desde al menos Barack Obama ha habido una continuidad bastante fluida en las posturas de Washington hacia las Américas – una postura que permite conjeturar sobre un retorno de la Doctrina Monroe: “América para los americanos”, en la que los “americanos” no somos todos nosotros, sino ellos.

En este sentido, vimos, por ejemplo, durante el gobierno de Obama cómo el Departamento de Justicia influyó en las campañas “anticorrupción” que llevaron a la caída de numerosos gobiernos no alineados de la región. También vimos el inicio de la campaña de sanciones contra Venezuela y un intento de revolución de colores, un escándalo de espionaje estadounidense en Brasil y la intensificación del Plan Colombia, además de la confirmación del golpe contra Manuel Zelaya en Honduras bajo la tutela de los EE. UU.

Trump intensificó las sanciones contra Venezuela, intentó instaurar a Juan Guaidó como presidente e insistió en el intento de revolución de colores. En ese mismo periodo, hubo intentos de atentados terroristas en el país y un intento de invasión por mercenarios comandados desde los EE. UU. Brasil fue atraído hacia la OTAN, recibiendo la categoría de “aliado no miembro de la OTAN”. La influencia económica de los EE. UU. sobre México aumentó a través del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (USMCA), que sustituyó al TLCAN. Y vimos el golpe en Bolivia, que derrocó a Evo Morales.

Y bajo Biden, vimos la continuación de las sanciones y los intentos de revolución de colores contra Venezuela, un golpe en Perú, el crecimiento de la influencia de los EE. UU. sobre Ecuador, la presión de Washington para alejar a Brasil de posiciones contra-hegemónicas, además del intento de influir en las elecciones presidenciales de 2022, un nuevo intento de golpe en Bolivia, etc.

Estamos ante una política de continuidad que no parece depender, realmente, de quién ocupe la silla presidencial. La renovación de la Doctrina Monroe es una política de Estado, variando solo en prioridades conjunturales dentro de esta estrategia general dependiendo del Presidente.

Teniendo todo esto en cuenta, en primer lugar, en lo que respecta a Venezuela, la elección de Marco Rubio como Secretario de Estado indica una disposición de continuar con la política de presión, o incluso intensificarla. No obstante, los EE. UU. han comenzado a depender parcialmente del petróleo venezolano debido a la crisis energética mundial provocada por las sanciones anti-Rusia y las tensiones en el Medio Oriente. En este sentido, parte de la clase empresarial ha presionado por un suavizamiento en las relaciones entre los EE. UU. y Venezuela para garantizar buenos precios de combustibles para sus actividades económicas.

Por su parte, en Brasil, la victoria de Trump fue recibida de manera particularmente negativa, ya que gran parte de la política exterior de Lula había estado basada en el diálogo con el gobierno de Biden, con el cual el gobierno brasileño se identificaba ideológicamente en la defensa de la “democracia liberal” contra el “populismo” y la “extrema derecha”, en la defensa del alarmismo climático, de la ideología de género y en otras agendas del wokismo. Véase, por ejemplo, que en el espíritu de “equilibrarse” entre Rusia-China y los EE. UU., Brasil adoptó una postura antagónica hacia Venezuela, incluso vetando su entrada en los BRICS. La victoria de Trump desordena y confunde la dirección de la política exterior brasileña, hasta por la relación cercana entre Trump y el ex presidente Jair Bolsonaro, principal rival de Lula. Si Lula no logra construir una relación de confianza con Trump, tendrá que elegir entre finalmente abrazar su destino junto al campo contra-hegemónico, o fortalecer sus lazos con la Unión Europea en caso de seguir insistiendo en priorizar las agendas ambientales y de género.

En otro sentido, no veremos cambios significativos en la dirección con respecto a países como Ecuador (donde Noboa pretende entregar una base aérea a los EE. UU.), Perú (donde ha habido creciente circulación militar estadounidense) o Argentina (donde Milei ya ha autorizado la construcción de una base militar de los EE. UU. en la región de la Patagonia).

Países como Chile, bajo Gabriel Boric, que tiene una aprobación de solo el 30%, difícilmente verán otra situación que no sea un retorno de la derecha atlantista al poder, ya sea con Kast o Matthei. Y si esta ya era una tendencia debido a la impopularidad de Boric, la victoria de Trump refuerza esa tendencia. No es que esto vaya a cambiar la alineación de Chile, ya que incluso bajo Boric, Chile se ha comportado internacionalmente como parte de una “línea auxiliar de izquierda” de Occidente atlantista.

Los países, por lo tanto, que tienen la mayor probabilidad de sufrir una presión más dura e incisiva por parte de los EE. UU. son países como Cuba y Nicaragua, que se posicionan como opositores directos de los EE. UU., sin contar con los recursos que podrían motivar un enfoque más diplomático, como Venezuela. En el caso de estos países, la renovación o ampliación de sanciones, intentos de revolución de colores o incluso acciones de mercenarios es posible, aunque en el caso cubano el poder blando ha tenido más éxito que la fuerza, especialmente entre la juventud.

México, por su parte, representará un caso bastante especial en la región. Por un lado, es un país con el cual los EE. UU. han buscado construir una integración comercial en beneficio de los propios EE. UU. Por otro lado, será el país más afectado por las políticas antiinmigración de los EE. UU. Por ahora, Claudia Scheinbaum parece estar siguiendo el mismo camino que López Obrador, por lo que lo más probable es que el país busque una posición moderada, en una coexistencia tensa con Washington.

El uso del proteccionismo económico (aplicación de aranceles) como herramienta parece que tendrá un papel importante en todo esto. Aún en relación con México, por ejemplo, los EE. UU. prometen imponer pesados aranceles si el país vecino no mejora su manejo de la inmigración, lo que podría incluso llevar a una ruptura del tratado USMCA. Pero esto sería un tiro en el pie. En su búsqueda por enfrentarse económicamente a China, los EE. UU. han fortalecido los lazos comerciales con México para reducir la dependencia estadounidense de la industria china. ¿Cómo quedaría este esfuerzo, por lo tanto, si Trump antagoniza al país vecino? Esta tónica de la “amenaza china”, por cierto, influirá en varias de las acciones ya mencionadas como posibles orientaciones de los EE. UU. en la región, en la medida en que Washington intentará aislar y apartar a China de los países que considera parte de su “patio trasero”.

En otra posible consecuencia –esta de carácter más positivo– existe una tendencia a la reducción de la presión de los EE. UU. en lo que respecta a la cuestión ambiental en Brasil y en los otros países de la región, con el probable vaciamiento de la COP30, que sería celebrada en la Amazonía y es de gran interés para las ONG ecomundialistas. Paralelamente, es posible que haya una pequeña reconfiguración en el financiamiento de ONGs en Brasil, pero es necesario señalar que, hoy en día, la mayor parte del financiamiento de lo que llamamos “wokismo” en Brasil proviene de fuentes privadas y no de fuentes estatales.

En resumen, el gobierno de Trump tiende a ser un continuador de la Doctrina Monroe, cuya reactivación ha ido en “crecendo” desde al menos el gobierno de Obama, pero el nuevo contexto geopolítico y el mayor nivel de degradación de los EE. UU. imponen una serie de limitaciones a la capacidad de Washington de alcanzar sus objetivos en la región.

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