Cabe al represor decidir siempre el motivo de la represión.
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Hillary Clinton, en un tête a tête con Rachel Medow (programa «Rachel One-to-One», de MSNBC) que funge el rol de reina de los propagandistas rusófobos y principal propagadora del infame «Russiagate», admitió haber promovido acusaciones criminales contra los estadounidenses que difunden «desinformación» rusa.
Hay que destacar que la propia Hillary Clinton tiene enormes responsabilidades en materia de desinformación, dado que fue en su círculo personal donde se diseñó el «Russiagate» y toda la estrategia de satanización de Rusia, cuyo objetivo era que la Unión Europea se alejara de dicha potencia euroasiática.
Si bien, en su momento, la estrategia de acusar a la Federación Rusa de «interferencia» en las democracias occidentales no era algo tan evidente —como si EEUU no tuviera la abosluta primacía en tales lides— la situación empezaba a establecer lo que se puede denominar como la «nueva normalidad» política ideológica: la «normalidad» donde los partidos centristas se unen en una única masa monolítica y cohesiva de principios, valores y objetivos. A la fecha, el Partido Demócrata ya representaba a Wall Street y a todo el complejo militar-industrial, tal como los neocons más fervorosos, por lo que muchos los veían como simples figuras decorativas en el Partido Republicano.
El apoyo de personajes como Dick Cheney, seguido por el respaldo masivo de 238 neocons, ex «personal» de George W. Bush, McCain y Mitt Romney, que se refieren a Kamala Harris como la «redentora de la democracia», evidencia a las claras la magnitud del Partido Demócrata entre la clase dominante. No os engañéis: a estas personas —muchas de ellas genocidas de la peor calaña; responsables de crímenes como «armas de destrucción masiva» en Iraq; responsables de guerras eternas, como la de Afganistán— no les interesa «salvar a la democracia». Se trata de continuar con el plan de recuperación de la hegemonía global. Con todo lo que esta recuperación podría significar. Trump, por ahora, obstaculiza dicho proyecto, con su intención de volverse hacia adentro. Veremos qué hará cuando se dé cuenta de que ningún esfuerzo suyo podrá evitar la pérdida de la supremacía norteamericana en el mundo.
Ahora bien, si hay alguien a quien culpar por la escalada que está destruyendo a Europa, es Hillary Clinton. Durante el reinado de su marido (Bill Clinton) —entre saxofones y adulterios— el Partido Demócrata no sólo se vendió a Wall Street, iniciando un proceso en el que con el tiempo empezó a recaudar tantas donaciones corporativas (PACS’s) como el Partido Republicano, exponiendo cómo la mayoría de las corporaciones juegan sus fichas en ambos tableros. Y lo hacen porque saben que ambos responden a sus intereses. Lo cierto es que el Partido Demócrata recauda donaciones individuales de destacados multimillonarios como Michael Bloomberg.
El papel del Partido Demócrata, como instrumento de dominación antidemocrática, cobra importancia repentina en la era Clinton, como cuando, en 1996, destruyó la Ley de Prensa Roosevelt (Telecomunications act), que impedía que ocurriera lo que vemos hoy: la concentración de los principales medios de comunicación en media docena de grandes consorcios que forman cárteles y crean una narrativa monocorde. Todo bajo el lema de la «liberalización de los mercados de medios», que acabó con los operadores más pequeños, a quienes se acusó de tener «monopolios locales». La desregulación favoreció la hegemonía de los medios en seis grandes conglomerados.
En otras palabras, fue con Hillary y el Partido Demócrata, y luego con el «Patriot Act» —con Bush hijo— que EEUU perdió su libertad de prensa, su privacidad y su libertad de oposición, legitimando la tortura y la vigilancia masiva con la excusa de la «lucha contra el terrorismo». Eran tiempos de legitimar el poder a través de la victimización.
En aquel momento, el Partido Demócrata se fracturó, pero aun contaba con 45 congresistas que se oponían a la lógica de las guerras eternas. Cuando llegamos a 2022 y a Ucrania, esta cifra ya se había reducido sustancialmente. Hoy en día, es más común ver la resistencia del lado republicano que del demócrata —para que tengamos una idea de lo corrupto que ha sido el Comité Nacional Demócrata—.
Como prueba de que la represión nunca comienza con la cabeza en el cepo, sino que más bien es fruto de un proceso de escalada, cuyo objetivo es responder a una crisis, también en EEUU —y en Europa— la pérdida de elasticidad democrática y el consiguiente endurecimiento ideológico ha sido gradual. Una vez más, como ocurrió con el 11 de septiembre de 2001, EEUU ha intentado, con Ucrania, una nueva forma de legitimación a través del victimismo. No obstante, EEUU ha perdido su capital de credibilidad global, cuya degradación va a la par con la merma de su influencia, y responde con una recrudecida represión la pérdida de su hegemonía global. La represión es, pues, como un «toque de queda» para impedir la progresión de la crisis.
La creciente degradación del dólar —que ya ni ellos mismos pueden disimular—, con Trump proponiendo una medida (100% en productos que no utilicen la divisa yanqui), combinada con el creciente descrédito y desmantelamiento, en cada vez más países, de su poder blando (medios de comunicación, think tanks y academia); así como la aparición de un competidor de lujo, que ocupa el lugar que siempre ha tenido en la historia, trasladando, una vez más, el centro de la economía mundial a Asia, pone a EEUU ante una realidad en la que, si pierde a Europa y el dominio que ejerce sobre ella, no sólo se verá aislado del «Heartland» (Emanuel Todd arguyó que esto sucedería en la primera década del siglo XXI, aunque el wokismo y la hibridación republicana-demócrata en un solo bloque de poder unificado lograron mitigar por un tiempo la situación), sino que estará relegado a su peor terror: verse reducido a una potencia regional.
Por ahora, no aparece ni una sola noticia en los mass media mainstream occidentales sobre la adopción del BRICS Pay o sobre el hecho de que, en octubre, en Kazán —Rusia—, 126 países discutirán el fin de su dependencia del dólar. El 85% de la población mundial se concentra en dichos países. Si esto no vale una noticia a simple pie de página… La inocuidad o los intereses sistémicos se han convertido en la característica fundamental de la actividad periodística.
A pesar de todos estos acontecimientos y de su previsibilidad, ya en 2022, lamentablemente sólo un pequeño porcentaje de personas pudo discernir en qué consistía realmente el conflicto ucraniano. Históricamente, la relación euroasiática constituye la peor amenaza a la hegemonía yanqui. Rusia y las relaciones entre Europa occidental y oriental son la pieza clave. Como sea, hay que desconectarlas. Sin embargo, la separación humana no puede ser alienada de su conexión geográfica y, sobre todo, de las necesidades recíprocas. Estas son, en mi opinión, inexorables. Hasta la férula de la dominación occidental, mediante la fuerza bruta, entre los siglos XV y XVI, el mundo siempre había sido multipolar. Y es hacia allá adonde se dirige, nuevamente.
Para evitarlo, la estrategia se basa todavía —y como siempre— en la satanización y el aislamiento de Rusia. Hay que impedir la conexión intercontinental entre Europa, Asia y África. Ante la incapacidad y la imposibilidad de caracterizar todo como «propaganda del Kremlin», cuando los hechos no se ajustan a la narrativa oficial, Hillary propone entonces una nueva fase en el control mental. Los nazis también se dieron cuenta de la importancia de este vasto país para la dominación mundial.
A menudo me he preguntado cuándo en Occidente empezarían a arrestar a personas por diseminar «propaganda», ahora sobre el Kremlin; y mañana sobre cualquier otra cosa considerada inoportuna, para los gerifaltes, tal como en cualquier Estado fascista. Ya lo había escrito varias veces, alertando sobre el hecho de que las características materiales (económicas, políticas y sociales) del régimen en el que vivimos, constituye el tipo de realidad en la que se encorsetan los regímenes que podemos identificar como «fascistas»: el auge del nivel de concentración de la riqueza en una oligarquía dominante, que se vale del poder adquirido para acelerar aún más la concentración y que, ante la resistencia de las masas a la destrucción de su bienestar, recurre a la represión para contenerlas.
Los más confiados, los vendidos, los reaccionarios o engañados, incapaces de reconocer el curso de la historia, la relación dialéctica entre la realidad y la acción humana, creyeron que el fascismo no regresaría, que vivíamos en democracia y que, mediante el voto, tendríamos todas las garantías. En el fascismo se vota, y las constituciones fascistas también hablan de democracia. El fascismo sólo es una fase más agresiva del proceso de concentración de la riqueza, con los efectos que ello provoca en la vida política, que es el espejo de las relaciones sociales que le dan sostén. Hay quienes todavía creen vivir, como hace veinte años, en la misma fase del régimen, a pesar de que la estructura de redistribución de la riqueza ha cambiado radicalmente. Como si la concentración de mayor poder, en manos de la clase dominante —y con dominio creciente— no ejerciera ningún cambio en la vida política.
¡Como si la política no fuera el espejo de las relaciones materiales que están en su origen! La fase fascista inaugura también la etapa más grave de la crisis capitalista, reproducida, en nuestro tiempo, en la crisis de hegemonía del sistema económico neoliberal liderado por EEUU. Como magistralmente lo demuestran Mathew C. Klein y Michael Pettis en su excelente libro LAS GUERRAS COMERCIALES SON GUERRAS DE CLASES, la guerra comercial entre EEUU y China es también el resultado de la lucha de clases.
Hillary ha establecido la consigna política —y teórica— para el inicio del proceso represivo en el que se agrava la lucha del pueblo contra la clase dominante. El control de los medios de comunicación; la censura en las redes sociales; la vigilancia masiva de cada teléfono, ordenador, televisor o electrodoméstico; todo ello desembocando en las redes neuronales de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de EEUU); la elaboración de perfiles, anticipando y previendo patrones de conducta, no ha sido suficiente para impedir la degradación del «dominio de espectro completo», una doctrina que, desde la II Guerra Mundial, había constituido el guión del «liderazgo global de EEUU».
Después de que Jack Rubin culpara a RT por el fracaso del proyecto ucraniano (¿qué mejores suposiciones querían sobre la artificialidad de este conflicto?), ahora «Killary» viene a proponer el siguiente paso: ¡que se arreste a quienes digan la verdad! EEUU no logra crear una falsa Palestina (Ucrania) y un falso Israel (Federación de Rusia), reservándole a Rusia el trato global del que se exime a Israel, y culpa a RT. No es la realidad la culpable, ni la falacia de la narrativa. La culpa debe tenerla quien desmantela la farsa.
Podrían decirme «¡ah! ¡pero eso es propaganda del Kremlin!» Pero, ¿quién debe decidir lo que sea o no «propaganda del Kremlin»? Cuando los comunistas, progresistas y otros demócratas, durante la noche fascista, denunciaban a la represión, eso «era propaganda comunista»; cuando denunciaban la pobreza, el hambre, la miseria y el analfabetismo «era propaganda comunista». Siempre es el represor quien decide el motivo de la represión. Siempre.
Y ninguna represión ocurre sin motivo, de forma injustificada o gratuita. Todos se escudan en las mejores intenciones del mundo cuando, ante una crisis profunda, recurren a los instrumentos de la represión. Y EEUU es el mejor cuentista cuando nos narra sus «buenas intenciones»…
Sin embargo, como dice el proverbio popular: «El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones».
Traducción: Darío García