Es esto lo que esconden —o revelan— las elecciones alemanas.
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Las elecciones en Turingia y Sajonia, vistas como un referéndum sobre la gobernanza de Scholz/Baerbock y una muestra de lo que vendrá en 2025, confirman la erosión del gobierno alemán, demostrando que la «maldición Zelenski» está muy viva. Cuanto mayor sea la proximidad con el ex-presidente de Ucrania y momentáneo dictador delegado, mayor será la probabilidad de que un gobierno caiga. Esta tendencia es casi inexorable.
Sin embargo, casi 80 años después del fin del terror nazi, el centro neoliberal predica el miedo al fascismo, como su bandera favorita. Mientras asustan a su pueblo con las AfD de turno, apoyan al banderismo en Ucrania, a Milei en Argentina y a los golpistas de extrema derecha en Venezuela. Y en ello los pillamos: la lucha del centro neoliberal contra la extrema derecha no es más que un letargo oportunista, en el que una casta privilegiada que se considera civilizada no quiere ser reemplazada por otra casta más hooligan.
Y mientras resaltan los peligros de la «extrema derecha», eliminando a quienes realmente podrían combatirla, no impiden, sin embargo, su propia autodestrucción, como le ocurre al ejecutivo de Scholz/Baerbock. Este es el caso de otros tantos gobiernos conniventes con el centro neoliberal. Pero esta susceptibilidad autodestructiva —en Alemania— constituye sólo la cara visible de una dinámica social aún más profunda que puede identificarse en toda la Unión Europea, experimentada a lo largo del siglo XXI y que se ha impuesto, en mi opinión, a través de cuatro procesos acelerados críticos, creados/utilizados para producir el efecto político que hoy observamos. Esta dinámica, de no ser detenida, conducirá, premeditada e inexorablemente, a una nueva farsa fascista, neofascista, o como queráis llamarla.
En Europa, el primer proceso crítico de aceleración del proyecto neoliberal coincidió con la «Guerra contra el Terrorismo», de Bush, en la que se embarcó toda la OTAN, tras los atentados en España, Inglaterra o Francia, que propiciaron las invasiones de Afganistán e Iraq, la escenificación de la «primavera árabe», y la destrucción de Libia y Siria. Luego de esta secuencia se impone desde Washington un proceso de sobrevigilancia, centralización de la información y de la inteligencia, otorgando a EEUU el poder de analizar, monitorizar y coordinar esfuerzos en materia de seguridad y crear, en las poblaciones, las condiciones subjetivas para que aceptaran lo que vendría después: la vigilancia masiva de todos sus pasos, bajo la excusa de privilegiar su seguridad.
Otro momento crítico fue la crisis financiera de 2008, que impuso el «estado de austeridad permanente», preparando a las poblaciones para la idea de que mañana, después de todo, no será mejor que ayer —excepto para algunos—, acelerando el proceso de destrucción del Estado de bienestar social y operando la mayor transición de valores, entre clases, que podamos recordar en la historia reciente, y que se había producido en EEUU y el Reino Unido, poco después del execrable «Consenso de Washington». Es a partir de la crisis del 2008 que el Consenso de Washington se convierte, en última instancia, en la política oficial de la Unión Europea. Durante este período, los «inversores» estadounidenses ocuparon posiciones dominantes en sectores importantes en toda Europa.
El tercer momento crítico fue el Covid-19, con la introducción del «Gran Reinicio» de Davos y toda la ideología de la «nueva normalidad». Individualismo exacerbado, narcisismo, migración interna, de las regiones más pobres hacia las más ricas e inmigración desde fuera, hacia el bloque occidental, desarraigo de las poblaciones de su patria, cultura y lengua, desaparición del tejido social que le da cohesión a las sociedades. La «uberización» destruyó las fronteras económicas que aún resistían. Una empresa con sede en California opera en Occidente —desde EEUU— sin intermediarios y sin gastar un céntimo en logística local. Eludiendo las leyes y toda la soberanía nacional, recopila datos, los vende, clasifica y recauda sus beneficios. Al mismo tiempo, el Covid-19, imbuido de toda la lógica de sumisión a las reclusiones forzadas, la contención de movimientos y la vacunación forzosa, creó las condiciones subjetivas para una sumisión acrítica a un modelo de gobernanza.
Y por si esto no bastase, la operación en Ucrania suprimió el último vestigio de soberanía en los países centrales del «orden basado en reglas»: sus Fuerzas Armadas. Volvió la «interoperabilidad» y, con ella, la homologación del padrón OTAN, que equivale a decir el estándar estadounidense, comprado en EEUU y fabricado bajo licencia yanqui. La estrategia y las tácticas militares se empiezan a desarrollar en Washington, en tanto que los Estados europeos no son más que puestos de avanzada del «orden basado en reglas».
Información e inteligencia; economía y finanzas; organización social y política; defensa y seguridad. Tales son las dimensiones que se centralizaron y consolidaron en cada uno de los momentos críticos. Cada una de estas cuatro coyunturas representó un salto evolutivo en la fuerza con la que EEUU domina el «orden basado en reglas». Para dominar el nuevo siglo, el espacio vital debe consolidarse, coordinarse desde un centro reconocido, creando un bloque en el que se definan sus relaciones para una totalidad orgánica. Todo para preparar el enfrentamiento entre bloques. Los resultados económicos y sociales de este proceso de ajuste, dirigido a Europa y hecho para que esta sea accesoria, determinaron una pérdida relativa de poder, sentida por las poblaciones y éstas, sin saber cómo explicarlo, canalizan dicha frustración hacia quienes la verbalizan mejor que nadie: la extrema derecha. Ante a la impotencia, las promesas postergadas y las contradicciones entre el discurso y la práctica que emanan del centro neoliberal, la solución está en quienes se muestran decididos y eficaces, aunque preñados de violencia.
Hagamos una pertinente comparación histórica para que se nos entienda de qué hablamos. La época en que nació el fascismo en Occidente (sí, en EEUU hubo apartheid para los negros, y fascismo, incluso con supuestas elecciones); la riqueza se distribuyó de la siguiente manera: entre los años 1920 y 1940, después del «Primer Terror Rojo en EEUU», el 10% más rico obtuvo entre el 43% y el 49% de los ingresos cada año; el 1% más rico obtuvo entre el 19% y el 22%; mientras el 50% más pobre obtuvo una porción que osciló entre el 14% y el 15%. El «Informe Sobre la Desigualdad Mundial» no computa los datos europeos, no obstante en Francia los resultados tampoco fueron muy diferentes de los que vemos en EEUU. Básicamente, EEUU marcó la tendencia de las economías más avanzadas.
En base a ello, la primera conclusión que podemos inferir, es obvia: el período de crecimiento del fascismo en el mundo occidental coincide con una época en que se agudizan las desigualdades, la concentración de los ingresos, una enorme concentración de la riqueza y el consiguiente empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo. La respuesta del sistema ante esta crisis, y al aumento del poder de exigencia de los trabajadores, organizados en poderosos sindicatos, coincidió con la creación del fascismo, el corporativismo (que defendía la paz social frente a la lucha dialéctica) y la represión. Con el término «crisis» nos referimos a la degradación de las contradicciones derivadas de la disparidad en la distribución de los ingresos entre los más ricos y los más pobres.
¡La derrota del fascismo nazi lo cambió todo! En 1945, en EEUU, el 50% más pobre de la población obtuvo el 15,8% de los ingresos, mientras que el 1% más rico retenía el 14,2%; asimismo, el 10% de la franja de ciudadanos más ricos cayó al 35,3% del total. Esta diferencia, de casi el 15% perdido por el 10% más rico, explica el fortalecimiento de la clase media estadounidense y la construcción del llamado «American dream». De no producirse dicha transferencia EEUU difícilmente se habría convertido en la superpotencia que fue, ni habría derrotado a la URSS. Esto también explica la emergencia del macartismo (el segundo «Terror Rojo», entre 1950 y 1957), una corriente fascista que «limpió» los sindicatos y las organizaciones de clase estadounidenses.
Hasta la década de 1970, la situación de los trabajadores estadounidenses siguió mejorando y los datos así lo confirman. En 1970, la riqueza controlada por el 50% más pobre alcanzó su punto más alto (21,1%), mientras que las del 10% y 1% más ricos alcanzó su punto más bajo (34% y 10,1% respectivamente). Los datos no pueden ser más claros: la época dorada de EEUU coincide con el período en el que la distribución de la riqueza producida fue más justa. También fue el período de mayor libertad, democracia, compromiso político y mejores condiciones de vida.
En Francia sucedía algo parecido: una vez derrotado el nazi-fascismo y, a partir de 1945, el 10% más rico alcanzó su punto más bajo (31,4%); el 1% más rico un 8,5% y el 50% más pobre pasó del 14,6% en 1934, al 20,5 % en 1945. Es una lástima que no tengamos datos de Alemania, pero estos que vimos hablan por sí solos.
En lo que respecta a EEUU, para bien o para mal, esto se mantuvo hasta la caída de la URSS y, en 1995, los porcentajes volvieron a revertirse, retrocediendo al período anterior a la II Guerra Mundial. El «Consenso de Washington», ocurrido en 1989, y que decretó la globalización del neoliberalismo según la «Escuela de Chicago», coincide con el año en el que el 1% más rico volvió a concentrar más del 14% de los ingresos anuales, algo que no sucedía desde la década de 1950. A partir de 1989 hay un tendencia a la concentración, hasta nuestros días: en 2022, el 10% más rico obtuvo el 48,3% de los ingresos anuales, el 1% más rico el 20,9% y el 50% más pobre, apenas el 10,4%. Vale señalar, en este sentido, que desde que se registran récords, nunca el 50% más pobre había logrado ingresos anuales tan míseros. En EEUU, su porcentaje más calamitoso había sido del 11%, ¡alrededor del año 1850!
Volviendo a las elecciones alemanas. Nos toca vivir durante el período de la historia occidental moderna en el que la redistribución de la riqueza producida (pero, si hablamos de la riqueza existente, es peor aún) está en uno de sus niveles más bajos de la historia. En Europa, la situación todavía no es tan dramática como en EEUU, pero los cuatro aceleradores críticos que he identificado (Guerra Contra el Terrorismo; Crisis de Soberanía; Covid-19; Guerra Fría 2.0) producirán necesariamente el mismo efecto de concentración de riqueza que erosionará y destruirá el Estado de bienestar social europeo, que había sido construido a costa de una redistribución que, para bien o para mal, hasta ahora mantiene algunos estándares de justicia.
Aunque no ha habido grandes cambios en la cantidad de riqueza obtenida por el 50% más pobre, en los principales países europeos registrados en el Informe sobre la Desigualdad Mundial es entre la llamada «clase media» donde escuchamos muchas de las quejas. En países como Suecia, España, Portugal, Francia, Alemania, Países Bajos, y otros, la tendencia desde finales del siglo pasado era —aunque de forma más tenue que en EEUU— que el 50% más pobre pierda espacio frente al 10% más rico. En otras palabras, gradualmente se desarrollarán relaciones económicas que producirán una realidad material típica del período en el que se creó el fascismo.
Por lo tanto, es hora de deshacer uno de los mitos o dogmas más importantes que propaga la narrativa oficial sobre el fascismo: la principal característica del fascismo no es la represión sino la aceleración de la concentración de la riqueza en manos de un número cada vez menor de personas. Cada vez menos gente tiene más poder económico, con el que compra poder político y hace que el sistema político —incluso a quienes se autoperciben como «democráticos»— funcione en sus términos. Los lobbies, la financiación de campañas, los think tanks, e incluso el propio mundo académico, son algunos de los medios más utilizados para interferir y dar forma a las soluciones políticas preconizadas.
En lugar del proceso de concentración de la riqueza, la represión puede ocurrir en cualquier sistema cuando el mismo está en crisis o se siente amenazado. Salvo en casos psicopatológicos, la represión es una respuesta orgánica justificada por un ataque externo o interno. Sólo alguien muy enajenado, o alienado de la realidad, puede creer que no hay represión en EEUU y que, recientemente, esta no se ha intensificado en la Unión Europea. Todos los sistemas estatales tienen un aparato represivo a su disposición y el uso de medios coercitivos depende del nivel de la amenaza. En un Estado fascista, el poder represivo está al servicio de los sectores más ricos de la población.
Y sucede los mismo en lo que respecta a las elecciones. La existencia de elecciones no determina la naturaleza fascista o democrática de un sistema. Lo que determina su carácter democrático es el alcance de sus políticas: Si abarcan los intereses de la mayoría o no. Una elección entre iguales, como ocurre en EEUU, no es democracia, sino sufragismo. Al final serán el complejo industrial militar y Wall Street quienes gobiernen. Otra característica de la democracia es la susceptibilidad a cambiar la política económica cuando no sirve a los intereses de la mayoría. Unas elecciones estériles, con poca participación y donde gobiernan partidos minoritarios, como ocurre con más frecuencia en Europa, no se explican a través de la democracia. Estos partidos minoritarios gobiernan porque la base económica a la que sirven se lo permite, incluso estando en minoría. En resumen, el fascismo y las elecciones pueden ser compatibles. Y jamás esperéis que un fascista se asuma como tal.
Si el estado en el que ya se encuentra EEUU explica la aparición de un Trump, una «respuesta» impotente para acabar con el ejército de los sin techo, drogadictos y personas que viven en coches, remolques o tiendas de campaña; en la Unión Europea este proceso no es distinto y, aunque más tardío, ya ha empezado a producirse. También en Europa ha surgido una reacción del sistema a la crisis resultante de la contradicción cada vez más profunda en la redistribución de la riqueza. Cuanto mayor sea la contradicción, cuanto más injusta sea la redistribución, el sistema producirá más agentes demagógicos y reaccionarios, que cautivarán a las masas más pobres, que le cargarán el fardo de la culpa a otros tan pobres como ellos: inmigrantes, refugiados y otros, traídos acá precisamente por aquellos que acumulan más riqueza.
No es aceptable, por tanto, que alguien responsable y conocedor de la dinámica social y en posesión de información fiable se vea sorprendido por el sesgo electoral hacia la «extrema derecha». Se vuelve aún más grave cuando los representantes políticos del centro neoliberal, que se sitúa incluso entre el wokismo y el ultraliberalismo (los partidos eurosocialistas y socialdemócratas wokistas acusan a Maduro de cometer fraude, ¡pero consideran a Milei un jugador honesto!), una vez más, tal como en en los años 1920 y 1930, parecen crear condiciones materiales, al sucumbir a las dinámicas de concentración de la riqueza, ya sea por corrupción, por fascinación o por miedo a ser destruidos (y les asiste razón), propiciando po su parte, nuevamente, el surgimiento de oportunidades fascistas (sea este el caso de la AfD o no). Circunstancias en que los súper-ricos utilizan la represión estatal para proteger el proceso de concentración de la riqueza.
Por lo tanto, a nadie puede sorprenderle que las masas trabajadoras descontentas y empobrecidas, víctimas de la rapacidad, en gran parte llevada a cabo desde Washington, voten por la «extrema derecha». Después de oleadas de revisionismo histórico que compararon el fascismo con el comunismo (y el socialismo) y la URSS con la Alemania nazi, ha sido el propio centro neoliberal quien ha legitimado a la extrema derecha. Si comparamos partidos aceptados, que nunca han promovido el odio y la discriminación (el caso de los partidos comunistas), con partidos que hacen de la doctrina del odio y de la discriminación sus banderas, terminamos normalizando a estos últimos.
Además, a diferencia del voto a partidos progresistas (en un sentido económico, marxista), que rechazan y denuncian el wokismo como una característica desviada de la derecha, los partidos de «extrema derecha», por el contrario, no representan ningún peligro para la base económica que da sostén al centro neoliberal. Ningún régimen fascista alteró el proceso de concentración de la riqueza, sino que lo reforzó. También hoy, la «extrema derecha» defiende sólo y únicamente la profundización del modelo económico existente y que, como he demostrado, ha estimulado su propia aparición.
Y aquí se puede constatar que el revisionismo histórico no es inocente. Su objetivo ha sido crear una vía de escape, una alternativa al centro neoliberal —sin poder efectivo— que eviten que el poder de la riqueza acumulada en la economía, cambie de manos. Así, los grandes acaparadores ganan tiempo, engañando una vez más a las masas, atrapándolas en la represión fascista. Cuando se derroca el golpe fascista, la desviación fascistizante o la deriva extremista neoliberal, las masas vuelven a ser engañadas por el centro neoliberal, en la medida en que no lo identifican como perteneciente a la misma base económica que alimenta al Estado fascista. Y así perpetúan su propia explotación, yendo y viniendo entre formas más o menos agresivas de la misma receta.
Por ahora, las elecciones alemanas no hacen más que confirmar este círculo vicioso. Y el sometimiento a este ciclo, una vez más, en un proceso de repetición histórica, esconde los mayores logros del globalismo neoliberal, federalista y financierizado: la formatación del conocimiento, hasta tal grado, que los expertos, altamente competentes en su campo, son incapaces de ver más allá de lo que les enseñaron. En tal sentido, el fascismo no es más que una especialización, una profundización en relación a la actual etapa del neoliberalismo globalista. El belicismo en sí, ya sea en EEUU (que no termina con Trump) o en el centro neoliberal (tal como ahora), constituye también una de las consecuencias del proceso de «fascistización económica» de la vida política. Es el producto de una tendencia cada vez más agresiva de la acaparación de la riqueza, aunque deba darse mediante la guerra.
Cuando escucho en grandes canales a economistas muy competentes (lo digo sin ironía), criticar a Occidente por sucumbir, entre otras razones, por tener salarios altos, me doy cuenta de que el legado ideológico neoliberal es efectivamente muy pesado. Ninguno de estos economistas altamente competentes es capaz de observar más allá del esquema neoliberal en el que fueron adoctrinados. Sólo reproducen lo que aprendieron, siendo meros instrumentos de la lógica occidental de acumulación y pillaje.
La herencia más pesada de los últimos cien años nos la ha legado EEUU, y es la incapacidad de soñar y aspirar a lo que hoy se considera imposible. Las elecciones alemanas, en su división entre soñadores, oficialistas y profundizadores, demuestran esta tensión latente. Revelan que hay quienes sueñan, pero las fuerzas del miedo, el odio y la reacción son más fuertes que nunca. El neoliberalismo es su comida favorita.
¡El neoliberalismo es la antecámara del fascismo! Es esto lo que esconden —o revelan— las elecciones alemanas.
Traducido por Darío F. García