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Raphael Machado
August 29, 2024
© Photo: articulo66.com

Los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento y manipulación.

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Esta semana, el gobierno de Nicaragua prohibió más de 1.500 Organizaciones No Gubernamentales de varios tipos e inició los procedimientos legales necesarios para garantizar el decomiso de las propiedades de estas ONG.

La medida ha sido tratada por los medios internacionales masivos como una decisión unilateral de Daniel Ortega, retratado como un “dictador”, en un supuesto ataque contra la “sociedad civil”. Sin embargo, esta es simplemente el resultado de la aplicación ordinaria de leyes cuya aprobación y adopción se llevó a cabo en los términos del ordenamiento jurídico de Nicaragua, como la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros (Ley n.º 1040 de 2020) y la Ley General de Regulación y Control de Organismos Sin Fines de Lucro (Ley n.º 1115 de 2022), las cuales imponen una serie de obligaciones a las ONG, especialmente en lo que concierne la naturaleza de sus actividades y la necesidad de rendición de cuentas, bajo pena de cierre forzoso de las actividades.

Es difícil, por lo tanto, hablar de “persecución” en estos casos específicos, y el drama generado por la noticia de la prohibición de las ONG solo existe porque las partes interesadas se sienten afectadas por el cierre de sus actividades.

Este enfrentamiento del gobierno nicaragüense con las ONG y otros tipos de organizaciones extranjeras tuvo como punto de partida el año 2018 y las protestas que desestabilizaron al país entre abril y julio de ese año. Las manifestaciones siguieron la lógica de las revoluciones de colores, en lo que respecta a su modelo de organización y viralización entre diferentes sectores sociales, y a pesar de comenzar por una reforma del sistema de pensiones, culminaron en la exigencia de renuncia de Ortega.

Las manifestaciones, en las que también se recurrió a un nivel de violencia que resultó en cientos de muertes, fueron interpretadas por el Estado como un “intento de golpe de Estado” y, a partir de entonces, todas las asociaciones que tuvieron algún tipo de participación en la organización o movilización de personas para participar en estas manifestaciones pasaron a ser vistas con sospecha.

Daniel Ortega, en esa época, denunció que las protestas fueron orquestadas por personas que habían sido entrenadas profesionalmente en agitación política por la Unión Europea y por Estados Unidos a través de ONG de “derechos humanos”, “periodismo independiente”, “feminismo”, etc.

En este sentido, los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento, manipulación y entrenamiento de ciudadanos para que intenten desestabilizar al gobierno desde sus propias raíces a partir de manifestaciones justificadas por principios y creencias liberales que estarían siendo violados.

Está claro que, si el enfrentamiento con las ONG ha sido una constante en los procesos soberanistas contra-hegemónicos alrededor del mundo, a partir del reconocimiento del papel que estos instrumentos tienen en la estrategia de hegemonía planetaria unipolar, el caso de Nicaragua también presenta contornos polémicos debido a la cuestión religiosa.

Es que muchas de las ONG cerradas por el gobierno de Ortega desde 2018 son instituciones religiosas, tanto católicas como evangélicas, o asociaciones para-religiosas, como radios, universidades, etc.

La historia de las relaciones entre la Revolución Sandinista y las organizaciones religiosas es compleja. En la época del proceso revolucionario, una parte de la jerarquía católica aún apoyaba la dictadura de Somoza, mientras que otra parte del clero, en alguna medida influenciada por la Teología de la Liberación, apoyaba a los sandinistas.

El primer gobierno de Ortega llegó, incluso, a tener sacerdotes entre sus ministros, lo que fue duramente reprendido por el Papa Juan Pablo II por el carácter supuestamente socialista del gobierno sandinista.

En este sentido, la cuestión religiosa nicaragüense está definida por las tensiones entre un catolicismo popular, una jerarquía que a veces tiende al gobierno sandinista, a veces tiende a la oposición, y un movimiento evangélico de raíces estadounidenses intentando aprovechar las tensiones con el catolicismo para crecer.

Precisamente debido al intento de revolución de colores en 2018 y a la sospecha de que algunas asociaciones religiosas habrían tenido participación, se llegó a una situación de extrema tensión entre Nicaragua y el Vaticano, con diversas prisiones y expulsiones de varios miembros del clero.

En este sentido, aunque es posible comprender las aprensiones del gobierno de Nicaragua por la posible instrumentalización de espacios y recursos de instituciones católicas por fuerzas subversivas antinacionales, es necesario desarrollar una estrategia prudente para lidiar con este tipo de problema.

Una consecuencia imprevista de no abordar esta controversia con la delicadeza necesaria es que el vacío dejado por la Iglesia Católica y sus asociaciones sea llenado por sectas neopentecostales con vínculos directos o indirectos con el atlantismo y el sionismo, como ha sucedido en gran parte de América Ibérica.

La controvertida lucha de Nicaragua contra la injerencia extranjera

Los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento y manipulación.

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Esta semana, el gobierno de Nicaragua prohibió más de 1.500 Organizaciones No Gubernamentales de varios tipos e inició los procedimientos legales necesarios para garantizar el decomiso de las propiedades de estas ONG.

La medida ha sido tratada por los medios internacionales masivos como una decisión unilateral de Daniel Ortega, retratado como un “dictador”, en un supuesto ataque contra la “sociedad civil”. Sin embargo, esta es simplemente el resultado de la aplicación ordinaria de leyes cuya aprobación y adopción se llevó a cabo en los términos del ordenamiento jurídico de Nicaragua, como la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros (Ley n.º 1040 de 2020) y la Ley General de Regulación y Control de Organismos Sin Fines de Lucro (Ley n.º 1115 de 2022), las cuales imponen una serie de obligaciones a las ONG, especialmente en lo que concierne la naturaleza de sus actividades y la necesidad de rendición de cuentas, bajo pena de cierre forzoso de las actividades.

Es difícil, por lo tanto, hablar de “persecución” en estos casos específicos, y el drama generado por la noticia de la prohibición de las ONG solo existe porque las partes interesadas se sienten afectadas por el cierre de sus actividades.

Este enfrentamiento del gobierno nicaragüense con las ONG y otros tipos de organizaciones extranjeras tuvo como punto de partida el año 2018 y las protestas que desestabilizaron al país entre abril y julio de ese año. Las manifestaciones siguieron la lógica de las revoluciones de colores, en lo que respecta a su modelo de organización y viralización entre diferentes sectores sociales, y a pesar de comenzar por una reforma del sistema de pensiones, culminaron en la exigencia de renuncia de Ortega.

Las manifestaciones, en las que también se recurrió a un nivel de violencia que resultó en cientos de muertes, fueron interpretadas por el Estado como un “intento de golpe de Estado” y, a partir de entonces, todas las asociaciones que tuvieron algún tipo de participación en la organización o movilización de personas para participar en estas manifestaciones pasaron a ser vistas con sospecha.

Daniel Ortega, en esa época, denunció que las protestas fueron orquestadas por personas que habían sido entrenadas profesionalmente en agitación política por la Unión Europea y por Estados Unidos a través de ONG de “derechos humanos”, “periodismo independiente”, “feminismo”, etc.

En este sentido, los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento, manipulación y entrenamiento de ciudadanos para que intenten desestabilizar al gobierno desde sus propias raíces a partir de manifestaciones justificadas por principios y creencias liberales que estarían siendo violados.

Está claro que, si el enfrentamiento con las ONG ha sido una constante en los procesos soberanistas contra-hegemónicos alrededor del mundo, a partir del reconocimiento del papel que estos instrumentos tienen en la estrategia de hegemonía planetaria unipolar, el caso de Nicaragua también presenta contornos polémicos debido a la cuestión religiosa.

Es que muchas de las ONG cerradas por el gobierno de Ortega desde 2018 son instituciones religiosas, tanto católicas como evangélicas, o asociaciones para-religiosas, como radios, universidades, etc.

La historia de las relaciones entre la Revolución Sandinista y las organizaciones religiosas es compleja. En la época del proceso revolucionario, una parte de la jerarquía católica aún apoyaba la dictadura de Somoza, mientras que otra parte del clero, en alguna medida influenciada por la Teología de la Liberación, apoyaba a los sandinistas.

El primer gobierno de Ortega llegó, incluso, a tener sacerdotes entre sus ministros, lo que fue duramente reprendido por el Papa Juan Pablo II por el carácter supuestamente socialista del gobierno sandinista.

En este sentido, la cuestión religiosa nicaragüense está definida por las tensiones entre un catolicismo popular, una jerarquía que a veces tiende al gobierno sandinista, a veces tiende a la oposición, y un movimiento evangélico de raíces estadounidenses intentando aprovechar las tensiones con el catolicismo para crecer.

Precisamente debido al intento de revolución de colores en 2018 y a la sospecha de que algunas asociaciones religiosas habrían tenido participación, se llegó a una situación de extrema tensión entre Nicaragua y el Vaticano, con diversas prisiones y expulsiones de varios miembros del clero.

En este sentido, aunque es posible comprender las aprensiones del gobierno de Nicaragua por la posible instrumentalización de espacios y recursos de instituciones católicas por fuerzas subversivas antinacionales, es necesario desarrollar una estrategia prudente para lidiar con este tipo de problema.

Una consecuencia imprevista de no abordar esta controversia con la delicadeza necesaria es que el vacío dejado por la Iglesia Católica y sus asociaciones sea llenado por sectas neopentecostales con vínculos directos o indirectos con el atlantismo y el sionismo, como ha sucedido en gran parte de América Ibérica.

Los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento y manipulación.

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Esta semana, el gobierno de Nicaragua prohibió más de 1.500 Organizaciones No Gubernamentales de varios tipos e inició los procedimientos legales necesarios para garantizar el decomiso de las propiedades de estas ONG.

La medida ha sido tratada por los medios internacionales masivos como una decisión unilateral de Daniel Ortega, retratado como un “dictador”, en un supuesto ataque contra la “sociedad civil”. Sin embargo, esta es simplemente el resultado de la aplicación ordinaria de leyes cuya aprobación y adopción se llevó a cabo en los términos del ordenamiento jurídico de Nicaragua, como la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros (Ley n.º 1040 de 2020) y la Ley General de Regulación y Control de Organismos Sin Fines de Lucro (Ley n.º 1115 de 2022), las cuales imponen una serie de obligaciones a las ONG, especialmente en lo que concierne la naturaleza de sus actividades y la necesidad de rendición de cuentas, bajo pena de cierre forzoso de las actividades.

Es difícil, por lo tanto, hablar de “persecución” en estos casos específicos, y el drama generado por la noticia de la prohibición de las ONG solo existe porque las partes interesadas se sienten afectadas por el cierre de sus actividades.

Este enfrentamiento del gobierno nicaragüense con las ONG y otros tipos de organizaciones extranjeras tuvo como punto de partida el año 2018 y las protestas que desestabilizaron al país entre abril y julio de ese año. Las manifestaciones siguieron la lógica de las revoluciones de colores, en lo que respecta a su modelo de organización y viralización entre diferentes sectores sociales, y a pesar de comenzar por una reforma del sistema de pensiones, culminaron en la exigencia de renuncia de Ortega.

Las manifestaciones, en las que también se recurrió a un nivel de violencia que resultó en cientos de muertes, fueron interpretadas por el Estado como un “intento de golpe de Estado” y, a partir de entonces, todas las asociaciones que tuvieron algún tipo de participación en la organización o movilización de personas para participar en estas manifestaciones pasaron a ser vistas con sospecha.

Daniel Ortega, en esa época, denunció que las protestas fueron orquestadas por personas que habían sido entrenadas profesionalmente en agitación política por la Unión Europea y por Estados Unidos a través de ONG de “derechos humanos”, “periodismo independiente”, “feminismo”, etc.

En este sentido, los eventos en Nicaragua siguieron un modus operandi bastante típico, por ejemplo, del Maidán o de la Primavera Árabe, en el que los mismos tipos de actores son utilizados como herramientas de adoctrinamiento, manipulación y entrenamiento de ciudadanos para que intenten desestabilizar al gobierno desde sus propias raíces a partir de manifestaciones justificadas por principios y creencias liberales que estarían siendo violados.

Está claro que, si el enfrentamiento con las ONG ha sido una constante en los procesos soberanistas contra-hegemónicos alrededor del mundo, a partir del reconocimiento del papel que estos instrumentos tienen en la estrategia de hegemonía planetaria unipolar, el caso de Nicaragua también presenta contornos polémicos debido a la cuestión religiosa.

Es que muchas de las ONG cerradas por el gobierno de Ortega desde 2018 son instituciones religiosas, tanto católicas como evangélicas, o asociaciones para-religiosas, como radios, universidades, etc.

La historia de las relaciones entre la Revolución Sandinista y las organizaciones religiosas es compleja. En la época del proceso revolucionario, una parte de la jerarquía católica aún apoyaba la dictadura de Somoza, mientras que otra parte del clero, en alguna medida influenciada por la Teología de la Liberación, apoyaba a los sandinistas.

El primer gobierno de Ortega llegó, incluso, a tener sacerdotes entre sus ministros, lo que fue duramente reprendido por el Papa Juan Pablo II por el carácter supuestamente socialista del gobierno sandinista.

En este sentido, la cuestión religiosa nicaragüense está definida por las tensiones entre un catolicismo popular, una jerarquía que a veces tiende al gobierno sandinista, a veces tiende a la oposición, y un movimiento evangélico de raíces estadounidenses intentando aprovechar las tensiones con el catolicismo para crecer.

Precisamente debido al intento de revolución de colores en 2018 y a la sospecha de que algunas asociaciones religiosas habrían tenido participación, se llegó a una situación de extrema tensión entre Nicaragua y el Vaticano, con diversas prisiones y expulsiones de varios miembros del clero.

En este sentido, aunque es posible comprender las aprensiones del gobierno de Nicaragua por la posible instrumentalización de espacios y recursos de instituciones católicas por fuerzas subversivas antinacionales, es necesario desarrollar una estrategia prudente para lidiar con este tipo de problema.

Una consecuencia imprevista de no abordar esta controversia con la delicadeza necesaria es que el vacío dejado por la Iglesia Católica y sus asociaciones sea llenado por sectas neopentecostales con vínculos directos o indirectos con el atlantismo y el sionismo, como ha sucedido en gran parte de América Ibérica.

The views of individual contributors do not necessarily represent those of the Strategic Culture Foundation.

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