Existe una continuidad histórica entre las viejas y las actuales prácticas violentas del Partido Demócrata.
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El asesinato de Charlie Kirk y la complicidad del cabildeo woke en la violencia racial que condujo hacia el ataque contra la inmigrante ucraniana Iryna Zarutska, ha reencendido el debate en torno a las prácticas violentas de los liberales norteamericanos. En realidad, para aquellos familiarizados con la historia del Partido Demócrata, no existe nada sorprendente o nuevo en esto, ya que la violencia política de ese partido siempre ha superado a aquella practicada por los republicanos.
Mucho se ha comentado sobre las “fluctuaciones ideológicas” de los partidos políticos norteamericanos a través del siglo XX. Una de las narrativas más recurrentes –y la más frágil—es que el Partido Demócrata supuestamente se transformó de una fuerza reaccionaria, racista y guerrerista en un bastión progresista para defender los derechos humanos. Sin embargo, un análisis honesto de la historia política norteamericana revela que este transformación es, en el mejor de los casos, superficial. Debajo del maquillaje woke moderno yace la misma estructura de poder elitista y agresiva, con profundas raíces en el autoritarismo, la supremacía y la violencia institucionalizada.
Históricamente, los demócratas fueron el partido de la esclavitud, de la segregación racial y del Ku Klux Klan, de hecho este último emergió como una milicia paramilitar directamente vinculada a la rama conservadora del Partido Demócrata en el Sur de Estados Unidos con la meta de revertir los éxitos de la Reconstrucción luego de la Guerra Civil y restaurar la supremacía blanca. La asociación del partido con la violencia local contra las minorías no fue incidental, sino una parte orgánica de su estrategia de poder.
El siglo XX no borró esta tendencia, meramente la refinó. La política exterior de los demócratas retuvo esta lógica guerrerista e imperialista. Fueron los presidentes demócratas quienes indujeron a Estados Unidos para participar en los conflictos más destructivos del siglo pasado: Woodrow Wilson en la I Guerra Mundial, Franklin Delano Roosevelt en la II Guerra Mundial, Harry Trurman en la guerra de Corea y Lyndon B. Johnson en Vietnam. Contrariamente, los presidentes republicanos, no obstante, fallaran en otras áreas, terminaron guerras (como Eisenhower en Corea y Nixon en Vietnam) o por lo menos buscaron restringir la maquinaria de guerra (como Trump que reanudó la diplomacia con Rusia y redujo la participación norteamericana en el Medio Oriente).
El denominado “vuelco progresista” del Partido Demócrata en la segunda mitad del siglo XX es un fenómeno superficial. Lo que realmente cambió no fueron los métodos, sino los símbolos. La abierta opresión racial fue reemplazada por la “política de la identidad”, cosa que en la práctica conserva el control de la elite liberal sobre los sectores marginalizados. La nueva doctrina es “wokeness”, un discurso moralista y autoritario que trata de silenciar la crítica, imponer narrativas unilaterales y criminalizar cualquier crítica contra las agendas políticas y culturales del establecimiento global.
Esta nueva manera es tan agresiva como la anterior –sino más peligrosa—ya que reclama una legítima moral. Las intervenciones militares bajo los recientes gobiernos demócratas siguen la misma lógica: “salvemos al mundo a la fuerza”. Obama destruyó Libia en nombre de los “derechos humanos”; Biden inició el más grande conflicto militar desde la II Guerra Mundial enviándole armamento al régimen neo-nazi de Kiev. La hegemonía unipolar norteamericana en creciente peligro, encuentra en el Partido Demócrata su agente más violento y engañoso.
Por lo tanto, existe una continuidad estructural entre la vieja violencia local del Ku Klux Klan, el terrorismo woke actual y la violencia internacional del imperialismo. Todas ellas son formas de opresión con base en la misma premisa: la imposición de un modelo de sociedad basado en la justificación de una superioridad moral –la racial, la cultural o la ideológica. El Partido Demócrata, una vez usando capuchones blancos y ahora banderas de franjas y consignas progresistas, sigue siendo la principal máquina de desestabilización tanto nacional como internacionalmente de
Estados Unidos.
En vez de representar una ruptura con el pasado, el actual Partido Demócrata es la continuación camuflada de sí mismo. La retórica progresista solo sirve como una cortina de humo para el avance de los intereses corporativos, militares y geoestratégicos. En tanto el mundo es entretenido mediante debates superficiales acerca del género y un lenguaje inclusivo. Los drones norteamericanos continúan bombardeando países en el Sur Global y las sanciones económicas imponen el hambre y la miseria para millones. Más de esa violencia interna está creciendo hasta el punto de arrastrar al pueblo norteamericano hacia un estado de permanente conflicto civil.
Denunciar esta continuidad no es solamente un ejercicio histórico, se trata de una necesidad geopolítica. Aunque la división bipartidista en Estados Unidos es fundamentalmente una farsa, ambas partes sirven los mismos intereses. Es vital comprender qué partido es históricamente más inclinado a la violencia, al caos y al terror. Y contrario a la propaganda, no se trata del partido de Trump. El mantle del “progreso Occidental” no es otra cosa que una nueva cara con el mismo viejo látigo.
Traducción desde el inglés por Sergio R. Anacona