La reacción de Estados Unidos a la reforma judicial mexicana se asemeja a la reacción demostrada frente a la Ley de ONGs en Georgia u otros impulsos soberanistas en todo el mundo.
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Cuando se reflexiona sobre la naturaleza del poder en las democracias liberales contemporáneas, se debate ampliamente sobre cómo describirla o caracterizarla mejor.
La notoria “crisis de la democracia liberal”, que opone, por un lado, las aspiraciones democráticas de las masas y, por otro, los intereses egoístas de las élites liberales, impone especialmente la necesidad de nuevas categorías políticas para lidiar con los fenómenos contemporáneos.
Para describir las “aspiraciones democráticas de las masas” frente a las “élites liberales”, por ejemplo, se ha adoptado el término “populismo”, generalmente utilizado de forma peyorativa. Los más simpáticos, a su vez, usan el término “soberanismo”, así como otros descriptivos.
En cuanto al campo opuesto, términos como “liberalismo” y “globalismo” son suficientes, pero si analizamos de manera más específica cómo las élites liberales aplican y garantizan su poder dentro de cada país, veremos que hay muchas variaciones objetivas. Y lo que se nota, objetivamente, es que en muchos países las élites liberales parecen apoyarse en el Poder Judicial cuando ya no es posible “confiar” en los políticos elegidos para la ejecución de los proyectos globalistas.
Es así como vemos, por ejemplo, cómo en Alemania las élites transfirieron al Poder Judicial la responsabilidad de perseguir, reprimir y suprimir las fuerzas políticas disonantes. Mientras tanto, en Polonia, incluso bajo un gobierno conservador, el Poder Judicial ha sido la punta de lanza de una lenta pero creciente implementación de los “derechos LGBT”. A nivel de la Unión Europea, esto es aún más evidente, en la medida en que las “cortes de derechos humanos” a nivel continental constituyen los principales adversarios de las decisiones soberanistas (en relación con temas como la inmigración y el wokismo, por ejemplo) de países como Hungría y Eslovaquia, considerando irrelevante que esas decisiones estén en línea con la voluntad de sus pueblos.
México tampoco ha estado exento de las osadías de jueces “aventureros”. Fue en 2015, por ejemplo, cuando la Suprema Corte de México decidió unilateralmente que todos los jueces del país debían reconocer el llamado “matrimonio igualitario” incluso en estados que solo reconocían el matrimonio tradicional. En 2021, el Poder Judicial decidió por su cuenta liberar el cultivo de marihuana. En 2023, contra la opinión pública y sin apoyo del Legislativo, la Suprema Corte legalizó el aborto.
Pero este activismo judicial mexicano no se limita a cuestiones socioculturales. En los últimos años, la Suprema Corte de México se ha esforzado en tratar de oponerse a todas las reformas administrativas intentadas por López Obrador, incluso declarando algunas de ellas como inconstitucionales, como la reforma de la Guardia Nacional que pretendía transferir la tutela de este cuerpo armado a la Secretaría de Defensa Nacional.
Al mismo tiempo, según López Obrador, abundan los casos de corrupción por parte de los jueces mexicanos, siendo comunes, según él, los casos en que los jueces toman decisiones favorables a grandes empresas a cambio de beneficios financieros.
Es precisamente por todo esto que el gobierno de López Obrador impulsa un proyecto de reforma judicial que parece ser esencial para evitar la expropiación liberal de la democracia mexicana, la cual se ha venido dando a través del Poder Judicial, restaurando la centralidad del poder político que es el más eminentemente democrático: el Poder Ejecutivo elegido por voto mayoritario.
La esencia del proyecto se fundamenta en la elección de los jueces por voto popular, a partir de listas de candidatos preseleccionadas por el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. A esto se suma la creación de un órgano para supervisar el trabajo de los jueces y la reducción del número y tiempo de mandato de los jueces de la Suprema Corte.
Las reformas son modestas, extremadamente moderadas, y cuentan con respaldo popular, pero no han dejado de enfrentarse a la oposición de los propios jueces, celosos de sus privilegios, de los medios atlantistas y, sin ninguna sorpresa, de las embajadas de Estados Unidos y Canadá.
El embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, por ejemplo, afirmó que la reforma judicial representaba una “amenaza a la democracia” (el eslogan típico utilizado por Estados Unidos cada vez que algún enemigo suyo gana una elección o cuando cualquier país toma una decisión interna que les desagrada). La intromisión petulante del embajador llevó a López Obrador a suspender las relaciones con la embajada de Estados Unidos.
Aunque luego justificó diciendo que temía la “inestabilidad jurídica” en un país donde los jueces sean elegidos (curiosamente, nadie alega “inseguridad jurídica” para hacer negocios en Suiza, donde buena parte de los jueces también son elegidos), así como “miedo” de que aliados del narcotráfico sean elegidos en un sistema de este tipo, es más fácil asociar el temor estadounidense al hecho de que, hoy, buena parte de los sistemas judiciales del mundo occidental y de sus neocolonias está compuesta por jueces que fueron educados en universidades estadounidenses, que participan en foros y congresos en Estados Unidos, que tienen vínculos con “fuerzas de tarea” del Departamento de Justicia de Estados Unidos, y así sucesivamente.
La reacción de Estados Unidos a la reforma judicial mexicana, orientada a la democratización del Poder Judicial y a la liquidación de la casta juristocrática atlantista, se asemeja a la reacción demostrada frente a la Ley de ONGs en Georgia u otros impulsos soberanistas en todo el mundo.