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Raphael Machado
June 4, 2024
© Photo: Public domain

Acompañaremos con atención la nueva etapa política de México, país que, como dijo el presidente Lázaro Cárdenas, está “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

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El 2 de junio se celebró en México la esperada elección presidencial. López Obrador, quien gobierna México desde 2018, no puede ser reelegido y esto puso en cuestión el problema de la sucesión, típico en América Latina.

A pesar de una marcada tendencia de crecimiento de la candidata liberal-libertaria Xóchitl Gálvez, que pasó del 22% de intención de voto a aproximadamente 38%, y de controversias sobre las encuestas de opinión, todo ya apuntaba a una victoria de Claudia Sheinbaum, quien compitió como representante de MORENA, el partido de López Obrador, con aproximadamente el 50% de las intenciones de voto – y en México no hay segunda vuelta.

El período de López Obrador fue significativo para México; primero por romper con el duopolio político PRI/PAN, que gobernó México durante casi 90 años. Pero no se trató de un mero cambio cosmético, con México asumiendo de hecho un cierto grado de soberanismo más pronunciado en comparación con períodos anteriores.

Merece especial atención el énfasis de López Obrador en obras de infraestructura como método para estimular el crecimiento económico y la generación de empleo, destacándose el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, que une el Océano Atlántico con el Océano Pacífico, rivalizando con el Canal de Panamá; la nueva refinería Dos Bocas, que abrirá pronto y está prevista para ser la mayor refinería mexicana; el Tren Maya, que unificará la Península de Yucatán; y el Aeropuerto Internacional de Santa Lucía.

Específicamente, la política energética mexicana ha sido conducida con miras a la soberanía, y no solo como fuente de ingresos, con un esfuerzo por aumentar el papel de PEMEX en la producción nacional, reduciendo la dependencia del capital externo, no solo a través de la construcción de una gran refinería, como ya se mencionó, sino también mediante reformas y actualizaciones de las refinerías antiguas, además de la concesión de ciertos beneficios fiscales. El resultado ha sido la salida de las grandes petroleras extranjeras de México, fortaleciendo el monopolio nacional.

Todo esto garantizó que México permaneciera en condición de “pleno empleo” a lo largo de todo su período de gobierno, con las menores tasas de desempleo de los últimos 20 años en el país. También garantizó un crecimiento económico pos-Covid en niveles de 3-5% al año, por encima del período pre-AMLO.

La política exterior de López Obrador es más ambigua, pero debe ser comprendida en su propio contexto geopolítico. México se sitúa en un contexto geográfico sumamente desfavorable para posibles ambiciones soberanistas en la geopolítica. El control de EE.UU. sobre Florida, Panamá y buena parte del Caribe garantiza una posibilidad de “cierre” marítimo (en la lógica mahaniana del “Mare Nostrum” caribeño) que disuade a México de alzar vuelos más altos.

De ahí se explica, por ejemplo, que López Obrador haya rechazado de manera frontal y sin dejar lugar a dudas cualquier posibilidad de ingresar en los BRICS. Los BRICS, como plataforma de reestructuración planetaria, representan un desafío directo tanto al actual momento unipolar americanocéntrico como al multilateralismo cosmopolita; de modo que el ingreso de México en sus filas sería visto como un “acto hostil” por el vecino del norte.

En relación con Rusia, sin embargo, México se negó a imponer sanciones y a sumergirse en la cultura rusofóbica de cancelación que se convirtió en parte de la ideología oficial de Occidente tras el inicio de la operación militar especial. México condenó la operación, pero ha continuado buscando acuerdos bilaterales ventajosos con Rusia, como en el sector espacial, e incluso invitó recientemente a militares rusos a participar en un desfile militar.

También en la cuestión israelo-palestina la posición de López Obrador es tímida, especialmente en comparación con otros países latinoamericanos. Su posición ha sido una defensa del cese del fuego, incluyendo algunas pocas críticas a Israel y una disposición a apoyar la acción de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia, al mismo tiempo que niega que haya un genocidio en Gaza.

Sus posturas en este ámbito, así, no son inesperadas y tienen su razonabilidad, al mismo tiempo que preocupan por la ausencia de un fundamento seguro que garantice continuidad en un nuevo gobierno.

Es ahí que, antes de comentar específicamente sobre Claudia Sheinbaum, es conveniente recordar algunas de las recientes experiencias de sucesión electoral en gobiernos patrióticos latinoamericanos.

Mientras la sucesión de Hugo Chávez por Nicolás Maduro se dio de un modo en que se preservó el espíritu de la revolución bolivariana, con un Maduro dotado de su propia identidad política, pero continuando de forma clara la labor de alquimia nacional iniciada por Chávez (incluso silenciando a los escépticos que no creían que Maduro podría sostener y recuperar Venezuela en su momento máximo de crisis vivido tras el colapso de los precios de las materias primas), la sucesión de Rafael Correa, de Ecuador, ofrece el contraejemplo más evidente.

Lenín Moreno, indicado por Correa y elegido para dar continuidad al trabajo de Correa, no tardó en dar un giro de 180º en muchas de las posiciones políticas y geopolíticas de Correa (basta recordar la entrega de Julian Assange, anteriormente refugiado en la Embajada de Ecuador en Londres), preparando el camino para la entrega completa de Ecuador a EE.UU., profundizada por Guillermo Lasso y Daniel Noboa.

Y si no se puede señalar algo tan drástico como en Ecuador, en Bolivia también se percibe un distanciamiento entre las posiciones del presidente Luis Arce y el antiguo presidente Evo Morales, lo que llevó a muchos militantes a acusar a Arce de “traición”.

La sucesión en general es algo complejo, y en América Latina las dificultades de seguir los pasos de líderes carismáticos y competentes han sido la regla más que la excepción.

Claudia Sheinbaum, según algunos, ya posee elementos biográficos suficientes para que se pueda nutrir algún grado de desconfianza en relación a ella. Como punto de partida, es necesario señalar la incomodidad de López Obrador con Sheinbaum, durante la campaña electoral y, especialmente, los debates presidenciales, por no haber defendido al presidente tras los ataques de la rival Xóchitl Gálvez, quien criticó los legados de AMLO especialmente en el ámbito de la educación y del combate a la corrupción.

Pero más allá de polémicas electorales, de hecho, hay algunas diferencias públicas significativas entre ambos, suficientes para llamar la atención y exigir un grado mayor de cautela en relación con el futuro de México y la continuidad del proyecto de AMLO.

La diferencia más citada por analistas en el período electoral ha sido en relación con la política energética. López Obrador construyó una política energética mexicana basada en los hidrocarburos, con PEMEX desempeñando un papel central en la estrategia de desarrollo de su país. Sheinbaum, por su parte, es adepta de los discursos sobre transición energética, energía verde, etc., que han estado históricamente asociados a los políticos de orientación globalista y con vínculos a ONG y laboratorios de ideas financiados por grandes oligarcas transnacionales.

Nada es casual, ya que ella proviene precisamente de un programa de estudios avanzados en desarrollo sostenible pagado por la Fundación Rockefeller. Quizás por eso mismo, en Davos ella es más bien vista que López Obrador, entendida como una figura “técnica” y que “escucha”, a diferencia de un AMLO visto como un “peligroso populista radical”.

Esas conexiones y relaciones, naturalmente, pueden tener fuertes implicaciones geopolíticas a largo plazo, lo que en una era de transición geopolítica de la unipolaridad a la multipolaridad puede empoderar tendencias reactivas y apaciguadoras, en lugar de acelerar las transformaciones.

No hace falta decir que en lo que concierne a temas socioculturales ligados a la ola liberal del “wokismo”, Sheinbaum ha estado plenamente alineada con las demandas mundialistas sobre aborto e ideología de género – pero es importante resaltar que su principal rival, la “derechista” Xóchitl Gálvez, defendía las mismas posiciones.

Así, acompañaremos con atención esta nueva etapa política de México, país que, como dijo el presidente Lázaro Cárdenas, está “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

Lopez Obrador y la cuestion sucesoria en America Latina

Acompañaremos con atención la nueva etapa política de México, país que, como dijo el presidente Lázaro Cárdenas, está “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

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El 2 de junio se celebró en México la esperada elección presidencial. López Obrador, quien gobierna México desde 2018, no puede ser reelegido y esto puso en cuestión el problema de la sucesión, típico en América Latina.

A pesar de una marcada tendencia de crecimiento de la candidata liberal-libertaria Xóchitl Gálvez, que pasó del 22% de intención de voto a aproximadamente 38%, y de controversias sobre las encuestas de opinión, todo ya apuntaba a una victoria de Claudia Sheinbaum, quien compitió como representante de MORENA, el partido de López Obrador, con aproximadamente el 50% de las intenciones de voto – y en México no hay segunda vuelta.

El período de López Obrador fue significativo para México; primero por romper con el duopolio político PRI/PAN, que gobernó México durante casi 90 años. Pero no se trató de un mero cambio cosmético, con México asumiendo de hecho un cierto grado de soberanismo más pronunciado en comparación con períodos anteriores.

Merece especial atención el énfasis de López Obrador en obras de infraestructura como método para estimular el crecimiento económico y la generación de empleo, destacándose el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, que une el Océano Atlántico con el Océano Pacífico, rivalizando con el Canal de Panamá; la nueva refinería Dos Bocas, que abrirá pronto y está prevista para ser la mayor refinería mexicana; el Tren Maya, que unificará la Península de Yucatán; y el Aeropuerto Internacional de Santa Lucía.

Específicamente, la política energética mexicana ha sido conducida con miras a la soberanía, y no solo como fuente de ingresos, con un esfuerzo por aumentar el papel de PEMEX en la producción nacional, reduciendo la dependencia del capital externo, no solo a través de la construcción de una gran refinería, como ya se mencionó, sino también mediante reformas y actualizaciones de las refinerías antiguas, además de la concesión de ciertos beneficios fiscales. El resultado ha sido la salida de las grandes petroleras extranjeras de México, fortaleciendo el monopolio nacional.

Todo esto garantizó que México permaneciera en condición de “pleno empleo” a lo largo de todo su período de gobierno, con las menores tasas de desempleo de los últimos 20 años en el país. También garantizó un crecimiento económico pos-Covid en niveles de 3-5% al año, por encima del período pre-AMLO.

La política exterior de López Obrador es más ambigua, pero debe ser comprendida en su propio contexto geopolítico. México se sitúa en un contexto geográfico sumamente desfavorable para posibles ambiciones soberanistas en la geopolítica. El control de EE.UU. sobre Florida, Panamá y buena parte del Caribe garantiza una posibilidad de “cierre” marítimo (en la lógica mahaniana del “Mare Nostrum” caribeño) que disuade a México de alzar vuelos más altos.

De ahí se explica, por ejemplo, que López Obrador haya rechazado de manera frontal y sin dejar lugar a dudas cualquier posibilidad de ingresar en los BRICS. Los BRICS, como plataforma de reestructuración planetaria, representan un desafío directo tanto al actual momento unipolar americanocéntrico como al multilateralismo cosmopolita; de modo que el ingreso de México en sus filas sería visto como un “acto hostil” por el vecino del norte.

En relación con Rusia, sin embargo, México se negó a imponer sanciones y a sumergirse en la cultura rusofóbica de cancelación que se convirtió en parte de la ideología oficial de Occidente tras el inicio de la operación militar especial. México condenó la operación, pero ha continuado buscando acuerdos bilaterales ventajosos con Rusia, como en el sector espacial, e incluso invitó recientemente a militares rusos a participar en un desfile militar.

También en la cuestión israelo-palestina la posición de López Obrador es tímida, especialmente en comparación con otros países latinoamericanos. Su posición ha sido una defensa del cese del fuego, incluyendo algunas pocas críticas a Israel y una disposición a apoyar la acción de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia, al mismo tiempo que niega que haya un genocidio en Gaza.

Sus posturas en este ámbito, así, no son inesperadas y tienen su razonabilidad, al mismo tiempo que preocupan por la ausencia de un fundamento seguro que garantice continuidad en un nuevo gobierno.

Es ahí que, antes de comentar específicamente sobre Claudia Sheinbaum, es conveniente recordar algunas de las recientes experiencias de sucesión electoral en gobiernos patrióticos latinoamericanos.

Mientras la sucesión de Hugo Chávez por Nicolás Maduro se dio de un modo en que se preservó el espíritu de la revolución bolivariana, con un Maduro dotado de su propia identidad política, pero continuando de forma clara la labor de alquimia nacional iniciada por Chávez (incluso silenciando a los escépticos que no creían que Maduro podría sostener y recuperar Venezuela en su momento máximo de crisis vivido tras el colapso de los precios de las materias primas), la sucesión de Rafael Correa, de Ecuador, ofrece el contraejemplo más evidente.

Lenín Moreno, indicado por Correa y elegido para dar continuidad al trabajo de Correa, no tardó en dar un giro de 180º en muchas de las posiciones políticas y geopolíticas de Correa (basta recordar la entrega de Julian Assange, anteriormente refugiado en la Embajada de Ecuador en Londres), preparando el camino para la entrega completa de Ecuador a EE.UU., profundizada por Guillermo Lasso y Daniel Noboa.

Y si no se puede señalar algo tan drástico como en Ecuador, en Bolivia también se percibe un distanciamiento entre las posiciones del presidente Luis Arce y el antiguo presidente Evo Morales, lo que llevó a muchos militantes a acusar a Arce de “traición”.

La sucesión en general es algo complejo, y en América Latina las dificultades de seguir los pasos de líderes carismáticos y competentes han sido la regla más que la excepción.

Claudia Sheinbaum, según algunos, ya posee elementos biográficos suficientes para que se pueda nutrir algún grado de desconfianza en relación a ella. Como punto de partida, es necesario señalar la incomodidad de López Obrador con Sheinbaum, durante la campaña electoral y, especialmente, los debates presidenciales, por no haber defendido al presidente tras los ataques de la rival Xóchitl Gálvez, quien criticó los legados de AMLO especialmente en el ámbito de la educación y del combate a la corrupción.

Pero más allá de polémicas electorales, de hecho, hay algunas diferencias públicas significativas entre ambos, suficientes para llamar la atención y exigir un grado mayor de cautela en relación con el futuro de México y la continuidad del proyecto de AMLO.

La diferencia más citada por analistas en el período electoral ha sido en relación con la política energética. López Obrador construyó una política energética mexicana basada en los hidrocarburos, con PEMEX desempeñando un papel central en la estrategia de desarrollo de su país. Sheinbaum, por su parte, es adepta de los discursos sobre transición energética, energía verde, etc., que han estado históricamente asociados a los políticos de orientación globalista y con vínculos a ONG y laboratorios de ideas financiados por grandes oligarcas transnacionales.

Nada es casual, ya que ella proviene precisamente de un programa de estudios avanzados en desarrollo sostenible pagado por la Fundación Rockefeller. Quizás por eso mismo, en Davos ella es más bien vista que López Obrador, entendida como una figura “técnica” y que “escucha”, a diferencia de un AMLO visto como un “peligroso populista radical”.

Esas conexiones y relaciones, naturalmente, pueden tener fuertes implicaciones geopolíticas a largo plazo, lo que en una era de transición geopolítica de la unipolaridad a la multipolaridad puede empoderar tendencias reactivas y apaciguadoras, en lugar de acelerar las transformaciones.

No hace falta decir que en lo que concierne a temas socioculturales ligados a la ola liberal del “wokismo”, Sheinbaum ha estado plenamente alineada con las demandas mundialistas sobre aborto e ideología de género – pero es importante resaltar que su principal rival, la “derechista” Xóchitl Gálvez, defendía las mismas posiciones.

Así, acompañaremos con atención esta nueva etapa política de México, país que, como dijo el presidente Lázaro Cárdenas, está “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

Acompañaremos con atención la nueva etapa política de México, país que, como dijo el presidente Lázaro Cárdenas, está “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

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El 2 de junio se celebró en México la esperada elección presidencial. López Obrador, quien gobierna México desde 2018, no puede ser reelegido y esto puso en cuestión el problema de la sucesión, típico en América Latina.

A pesar de una marcada tendencia de crecimiento de la candidata liberal-libertaria Xóchitl Gálvez, que pasó del 22% de intención de voto a aproximadamente 38%, y de controversias sobre las encuestas de opinión, todo ya apuntaba a una victoria de Claudia Sheinbaum, quien compitió como representante de MORENA, el partido de López Obrador, con aproximadamente el 50% de las intenciones de voto – y en México no hay segunda vuelta.

El período de López Obrador fue significativo para México; primero por romper con el duopolio político PRI/PAN, que gobernó México durante casi 90 años. Pero no se trató de un mero cambio cosmético, con México asumiendo de hecho un cierto grado de soberanismo más pronunciado en comparación con períodos anteriores.

Merece especial atención el énfasis de López Obrador en obras de infraestructura como método para estimular el crecimiento económico y la generación de empleo, destacándose el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, que une el Océano Atlántico con el Océano Pacífico, rivalizando con el Canal de Panamá; la nueva refinería Dos Bocas, que abrirá pronto y está prevista para ser la mayor refinería mexicana; el Tren Maya, que unificará la Península de Yucatán; y el Aeropuerto Internacional de Santa Lucía.

Específicamente, la política energética mexicana ha sido conducida con miras a la soberanía, y no solo como fuente de ingresos, con un esfuerzo por aumentar el papel de PEMEX en la producción nacional, reduciendo la dependencia del capital externo, no solo a través de la construcción de una gran refinería, como ya se mencionó, sino también mediante reformas y actualizaciones de las refinerías antiguas, además de la concesión de ciertos beneficios fiscales. El resultado ha sido la salida de las grandes petroleras extranjeras de México, fortaleciendo el monopolio nacional.

Todo esto garantizó que México permaneciera en condición de “pleno empleo” a lo largo de todo su período de gobierno, con las menores tasas de desempleo de los últimos 20 años en el país. También garantizó un crecimiento económico pos-Covid en niveles de 3-5% al año, por encima del período pre-AMLO.

La política exterior de López Obrador es más ambigua, pero debe ser comprendida en su propio contexto geopolítico. México se sitúa en un contexto geográfico sumamente desfavorable para posibles ambiciones soberanistas en la geopolítica. El control de EE.UU. sobre Florida, Panamá y buena parte del Caribe garantiza una posibilidad de “cierre” marítimo (en la lógica mahaniana del “Mare Nostrum” caribeño) que disuade a México de alzar vuelos más altos.

De ahí se explica, por ejemplo, que López Obrador haya rechazado de manera frontal y sin dejar lugar a dudas cualquier posibilidad de ingresar en los BRICS. Los BRICS, como plataforma de reestructuración planetaria, representan un desafío directo tanto al actual momento unipolar americanocéntrico como al multilateralismo cosmopolita; de modo que el ingreso de México en sus filas sería visto como un “acto hostil” por el vecino del norte.

En relación con Rusia, sin embargo, México se negó a imponer sanciones y a sumergirse en la cultura rusofóbica de cancelación que se convirtió en parte de la ideología oficial de Occidente tras el inicio de la operación militar especial. México condenó la operación, pero ha continuado buscando acuerdos bilaterales ventajosos con Rusia, como en el sector espacial, e incluso invitó recientemente a militares rusos a participar en un desfile militar.

También en la cuestión israelo-palestina la posición de López Obrador es tímida, especialmente en comparación con otros países latinoamericanos. Su posición ha sido una defensa del cese del fuego, incluyendo algunas pocas críticas a Israel y una disposición a apoyar la acción de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia, al mismo tiempo que niega que haya un genocidio en Gaza.

Sus posturas en este ámbito, así, no son inesperadas y tienen su razonabilidad, al mismo tiempo que preocupan por la ausencia de un fundamento seguro que garantice continuidad en un nuevo gobierno.

Es ahí que, antes de comentar específicamente sobre Claudia Sheinbaum, es conveniente recordar algunas de las recientes experiencias de sucesión electoral en gobiernos patrióticos latinoamericanos.

Mientras la sucesión de Hugo Chávez por Nicolás Maduro se dio de un modo en que se preservó el espíritu de la revolución bolivariana, con un Maduro dotado de su propia identidad política, pero continuando de forma clara la labor de alquimia nacional iniciada por Chávez (incluso silenciando a los escépticos que no creían que Maduro podría sostener y recuperar Venezuela en su momento máximo de crisis vivido tras el colapso de los precios de las materias primas), la sucesión de Rafael Correa, de Ecuador, ofrece el contraejemplo más evidente.

Lenín Moreno, indicado por Correa y elegido para dar continuidad al trabajo de Correa, no tardó en dar un giro de 180º en muchas de las posiciones políticas y geopolíticas de Correa (basta recordar la entrega de Julian Assange, anteriormente refugiado en la Embajada de Ecuador en Londres), preparando el camino para la entrega completa de Ecuador a EE.UU., profundizada por Guillermo Lasso y Daniel Noboa.

Y si no se puede señalar algo tan drástico como en Ecuador, en Bolivia también se percibe un distanciamiento entre las posiciones del presidente Luis Arce y el antiguo presidente Evo Morales, lo que llevó a muchos militantes a acusar a Arce de “traición”.

La sucesión en general es algo complejo, y en América Latina las dificultades de seguir los pasos de líderes carismáticos y competentes han sido la regla más que la excepción.

Claudia Sheinbaum, según algunos, ya posee elementos biográficos suficientes para que se pueda nutrir algún grado de desconfianza en relación a ella. Como punto de partida, es necesario señalar la incomodidad de López Obrador con Sheinbaum, durante la campaña electoral y, especialmente, los debates presidenciales, por no haber defendido al presidente tras los ataques de la rival Xóchitl Gálvez, quien criticó los legados de AMLO especialmente en el ámbito de la educación y del combate a la corrupción.

Pero más allá de polémicas electorales, de hecho, hay algunas diferencias públicas significativas entre ambos, suficientes para llamar la atención y exigir un grado mayor de cautela en relación con el futuro de México y la continuidad del proyecto de AMLO.

La diferencia más citada por analistas en el período electoral ha sido en relación con la política energética. López Obrador construyó una política energética mexicana basada en los hidrocarburos, con PEMEX desempeñando un papel central en la estrategia de desarrollo de su país. Sheinbaum, por su parte, es adepta de los discursos sobre transición energética, energía verde, etc., que han estado históricamente asociados a los políticos de orientación globalista y con vínculos a ONG y laboratorios de ideas financiados por grandes oligarcas transnacionales.

Nada es casual, ya que ella proviene precisamente de un programa de estudios avanzados en desarrollo sostenible pagado por la Fundación Rockefeller. Quizás por eso mismo, en Davos ella es más bien vista que López Obrador, entendida como una figura “técnica” y que “escucha”, a diferencia de un AMLO visto como un “peligroso populista radical”.

Esas conexiones y relaciones, naturalmente, pueden tener fuertes implicaciones geopolíticas a largo plazo, lo que en una era de transición geopolítica de la unipolaridad a la multipolaridad puede empoderar tendencias reactivas y apaciguadoras, en lugar de acelerar las transformaciones.

No hace falta decir que en lo que concierne a temas socioculturales ligados a la ola liberal del “wokismo”, Sheinbaum ha estado plenamente alineada con las demandas mundialistas sobre aborto e ideología de género – pero es importante resaltar que su principal rival, la “derechista” Xóchitl Gálvez, defendía las mismas posiciones.

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The views of individual contributors do not necessarily represent those of the Strategic Culture Foundation.

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