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February 8, 2024
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La CIA y los militares chilenos han sido considerados, con razón, los principales culpables del golpe contra Salvador Allende en 1973. Pero no debemos pasar por alto el importante papel que desempeñó la clase media chilena en el proceso.

Marcelo CASALS

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La Agencia Central de Inteligencia (CIA), las élites chilenas, los partidos de derecha y los militares orquestaron el derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende en 1973; la clase media, que golpeaba cacerolas y agitaba pañuelos en señal de protesta durante los años de la Unidad Popular, miraba con aprobación.

La trilogía cinematográfica clásica de Patricio Guzmán La batalla de Chile cimentó esa imagen con su primera entrega, Insurrección de los burgueses, un conmovedor retrato de la revuelta de la clase media incitada por la conspiración extranjera. En ella, escenas de protestas callejeras de la clase media se yuxtaponen al sabotaje de los partidos de la oposición y a los bloqueos económicos exteriores, siendo estos últimos decisivos para el golpe.

En estas descripciones, la clase media chilena suele ser considerada como un factor que contribuyó al derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. Es mucho menos frecuente que se considere a la clase media como la que lideró el movimiento a favor de la destitución violenta de Allende.

Parte de esa visión está históricamente fundamentada: la clase media, que celebró el golpe liderado por Augusto Pinochet, acabaría convirtiéndose en víctima de las medidas de austeridad neoliberal del régimen. Pero restar importancia al papel que desempeñó también oculta su fuerza en las décadas previas al 11 de septiembre de 1973. De hecho, como sostiene Marcelo Casals en su reciente libro, Contrarrevolución, colaboracionismo y protesta: La clase media chilena y la dictadura militar, es imposible entender el poder duradero de la dictadura de Pinochet sin estudiar la historia de la clase media chilena.

Con motivo del cincuenta aniversario del golpe de Estado, los historiadores han empezado a plantearse nuevas preguntas, a veces difíciles, sobre la naturaleza del régimen de Pinochet. Nicolas Allen, de Jacobin, habló con Casals sobre una de ellas: el grupo social que hizo posible el golpe y luego —al menos durante un tiempo— proporcionó al gobierno de facto su base de apoyo.

Mucha gente es consciente de que la clase media chilena desempeñó algún papel en el golpe contra Salvador Allende, pero ¿cómo puede un conocimiento más profundo de la clase media arrojar nueva luz sobre su derrocamiento y sus consecuencias?

Debería empezar definiendo lo que entiendo por clase media. Con demasiada frecuencia, se habla de la clase media como si fuera una realidad objetiva: puesto que hay ricos y pobres, lógicamente, también debería haber un tercer grupo en el medio.

En Chile, a mediados del siglo XX empezaron a aparecer organizaciones sociales que se identificaban como «clase media». Estos grupos hablaban en nombre de una nueva entidad y se dirigían explícitamente al Estado con una serie de demandas: leyes especiales que reconocieran la importancia de la clase media, políticas públicas favorables y privilegios como salarios más altos, exenciones fiscales, etc. En términos de articulación y consecución de sus demandas, esos esfuerzos tuvieron mucho éxito, y en la década de 1970 comerciantes, funcionarios y profesionales se habían hecho bastante poderosos. Disponían de enormes recursos, prestigio social y, lo que es más importante, acceso directo al poder político.

El gobierno de la Unidad Popular de Allende cambió todo eso. En primer lugar, restó importancia a la clase media, situando las mejoras materiales de la clase trabajadora en el centro de su programa. Poco después, los canales de negociación que la clase media había disfrutado con el Estado chileno también empezaron a romperse. Y entonces, a medida que la polarización política se profundizaba y una crisis económica golpeaba Chile, los grupos de clase media empezaron a sentir que la jerarquía social que había sostenido sus privilegios estaba en peligro. Lo que siguió fueron movilizaciones callejeras sin precedentes de la clase media contra el gobierno de Allende.

Esta historia —la de cómo la clase media chilena lideró un movimiento contrarrevolucionario de masas contra el gobierno de la Unidad Popular— suele quedar eclipsada por los relatos convencionales centrados en los partidos políticos de derechas, el imperialismo estadounidense y los grandes intereses capitalistas. Por supuesto, esas eran fuerzas muy reales. Sin embargo, la clase media chilena estaba mucho más organizada, movilizada y radicalizada de lo que se cree, y perseguía un programa anticomunista y antimarxista claramente definido.

Del mismo modo, la clase media no fue inmune a las enormes transformaciones culturales, económicas y políticas que trajo consigo la dictadura militar. A partir de las reformas económicas neoliberales iniciadas a mediados de la década de 1970, la identidad de la clase media se fue definiendo cada vez menos por su relación con el Estado y más por su lugar en la economía de mercado. Los niveles de consumo, más que los favores políticos, pasaron a ser experiencias definitorias de la clase media. En otras palabras, culturalmente hablando, se trataba de una clase media diferente de la que existía justo antes del golpe.

El apoyo de la clase media a la dictadura se mantendría firme durante años. Sin embargo, a principios de la década de 1980, sobre todo tras la crisis económica de 1982, la clase media se convirtió en una de las principales voces de la oposición a la dictadura. En la mente de sus miembros, el nuevo gobierno democrático preservaría e incluso mejoraría su nivel de vida y restauraría su poder político, que había disminuido durante la dictadura.

Una vez más, la clase media tardó en unirse a la oposición, y solo lo hizo cuando el ejercicio del poder estatal empezó a considerarse excesivamente arbitrario. La represión estatal se veía cada vez más a través de la lente de los derechos humanos, una visión que hacía que la represión pareciera moralmente reprobable. Una concepción muy distinta a la represión de los inicios de la dictadura, que la clase media veía como una forma de castigo necesario a los sectores populares indebidamente influyentes.

¿En qué se diferencia ese relato del que hizo famoso el académico argentino Guillermo O’Donnell? O’Donnell argumentó que, en los años 60, a medida que las clases medias latinoamericanas se frustraban con el retraso de la modernización y se desencantaron de la política democrática liberal, adoptaron soluciones autoritarias al desarrollo capitalista.

Las lecturas más sociológicas, como la de O’Donnell, en las que las frustraciones acumuladas de las clases medias conducen al autoritarismo, tienen mucho que recomendar. El problema es que toman una instantánea de la clase media en un período determinado y luego la extienden hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. En esa versión, la clase media suele verse como un mero apéndice de la oligarquía o como una clase temerosa y acobardada con un débil compromiso con la democracia. Esas caracterizaciones fueron acertadas en ciertos momentos, pero yo diría que la clase media y la dictadura no son un bloque estático y monolítico.

El propio O’Donnell adoptó una visión más dinámica de la dictadura más adelante. A finales de los 80, O’Donnell decía: «Bien, tenemos una buena comprensión estructural de estos regímenes autoritarios y burocráticos, pero nos falta un sentido de los comportamientos sociales que apoyaron estos regímenes». Esa parte sigue faltando: la base social de la dictadura chilena es toda un área de investigación que todavía no ha recibido suficiente atención.

Sin embargo, a largo plazo, parece predecible que el gobierno de la Unidad Popular inspirara una reacción tan vehemente: la clase media había pasado décadas construyéndose a sí misma como la voz «legítima» de la opinión pública chilena, y que se la arrebataran inspiraría un intenso resentimiento.

Esa evolución se remonta a finales del siglo XIX, cuando la burocracia estatal, el empleo público y otros procesos de modernización se combinaron con la urbanización de la capital, Santiago. Pero recién en la década de 1930 se generalizó una idea más sistemática de clase media, referida a un universo social distinto de los sectores oligárquicos chilenos, pero también separado de los sectores populares de las ciudades. Ese sector medio estaba fuertemente vinculado a una burocracia estatal en expansión y a los servicios estatales, pero también al creciente comercio en las zonas urbanas.

A partir de los años 30, un conjunto de grupos profesionales comenzó a organizarse en asociaciones. Dichas instituciones, colegios y asociaciones fueron creadas por el Estado, y cada una de ellas se encargaba de velar por una determinada área profesional en nombre del Estado. Por ejemplo, el Colegio de Abogados se encargaba de la administración de justicia. Esa misma lógica organizativa se aplicó después a otros sectores profesionales: comerciantes, funcionarios públicos y empleados privados tenían sus propias organizaciones.

Fue una especie de prueba piloto para una identidad de clase media emergente. Tuvo lugar en el contexto histórico de una cultura nacional fuertemente reformista y antioligárquica ya visible bajo el gobierno de Arturo Alessandri, a principios de los años veinte. Ese período de crisis, en el que la economía dependiente de las exportaciones se contrajo bruscamente, condujo al gobierno del Frente Popular a finales de los años 30, encabezado por el Partido Radical.

El Partido Radical reflejaba el ímpetu reformista de sectores que, a medida que empezaban a identificarse cada vez más como clase media, empezaban también a labrarse un espacio político propio. La distinción social conferida a esa nueva clase se reflejó en una ley de 1937 que establecía un salario mínimo vinculado a la inflación que, fundamentalmente, solo se aplicaba a los grupos de clase media. Mientras tanto, la clase trabajadora seguiría teniendo que ajustar sus salarios y compensar los efectos de la inflación como siempre había hecho: mediante huelgas, protestas y negociaciones colectivas.

En el periodo comprendido entre los años 30 y 70 surgieron distinciones sociales aún más marcadas, reflejo de una identidad de clase media más fuerte. Un ejemplo de ello fue la diferenciación legal entre «empleados» y «trabajadores», en la que los empleados disfrutaban de ciertas prestaciones estatales que los trabajadores no. Mientras tanto, hasta la década de 1970, el lenguaje clasista se hizo omnipresente en Chile; aunque lo utilizaban sobre todo los marxistas para referirse a la clase trabajadora, ese lenguaje de clase hacía relativamente natural imaginar a los estratos medios como una «clase» diferenciada.

Retrato de 1920 del presidente chileno Arturo Alessandri Palma. (Wikimedia Commons)

Lo que entró en crisis con la victoria de Allende fue el diseño institucional que daba a los sectores medios su coherencia organizativa y su acceso a los recursos estatales. Una ironía que a la mayoría no se le escapa es que Allende formaba parte de esa clase media. Famosamente, era masón, una institución fuertemente identificada con la ideología antioligárquica de la clase media chilena. También fue miembro fundador y primer presidente del Colegio Médico, una de las principales organizaciones profesionales de su época. Además fue miembro del Partido Socialista, que, a diferencia de la orientación «obrerista» del Partido Comunista, tenía una fuerte presencia entre la clase media. Allende pertenecía a ese entorno y creía que el éxito de la «vía chilena al socialismo» dependía de la adhesión de la clase media a su proyecto.

Todo esto quiere decir que, de no haber sido por la creciente polarización política y la crisis económica, Allende podría haber encontrado la forma de acercarse a la clase media. Pero no fue así: las clases medias se volvieron contra el gobierno de la Unidad Popular de una manera sorprendentemente rápida y radical.

La forma en que se volvieron contra Allende corrige la idea de que la clase media fue víctima de una manipulación política sigilosa por parte de los partidos de derechas o de la CIA. Ese tipo de interferencia existió, pero una de las cosas más sorprendentes que descubrí en mi investigación es cómo la clase media organizada formó muy rápidamente y por iniciativa propia una opinión mayoritaria a favor de la adopción de medidas contrarrevolucionarias radicales.

¿Recuperó la dictadura los privilegios que la clase media había perdido bajo el gobierno de la Unidad Popular? ¿Por qué se volvió finalmente contra el gobierno de Pinochet?

Inicialmente, la dictadura respondió directamente a los reclamos de la clase media por la «normalización» y restauración de las jerarquías sociales. Es importante recordar que, antes de la implantación del neoliberalismo, la dictadura tenía un interés central en retroceder el reloj hasta antes de la victoria del gobierno de la Unidad Popular. Así, durante los primeros años de la dictadura, la clase media tuvo más poder político y mejores condiciones que nunca. Los partidos políticos y otros intermediarios institucionales ya no les estorbaban: podían dirigirse directamente a la junta militar para conseguir lo que querían. Y por eso, en gran medida, la clase media toleraba tácitamente o colaboraba directamente con la represión estatal.

Esto empezó a derrumbarse con las reformas económicas que más tarde se conocerían como neoliberalismo. A partir de 1975, la política de choque del gobierno estableció una batería de medidas para combatir la espiral inflacionista, incluida una fuerte contracción del gasto fiscal y, con el tiempo, de todo el propio aparato estatal. Entre los más directamente afectados por esa contracción se encontraban los grupos de clase media que anteriormente habían disfrutado de la generosidad de los recursos y el poder del Estado.

Salvador Allende y otros funcionarios en el Palacio de la Moneda en Santiago de Chile. (Wikimedia Commons)

Esas reformas económicas neoliberales vinieron obviamente de arriba, de los llamados Chicago Boys. Presentadas como políticas científicas objetivas, la implicación era que no estaban abiertas a la negociación, que era precisamente cómo la clase media había llegado a disfrutar de su privilegio e influencia.

A finales de los años 70, la legislación laboral, el sistema sanitario y el sistema de seguridad social del país se habían transformado y privatizado radicalmente en detrimento de la clase media. Aún así, durante un tiempo, el impulso contrarrevolucionario se mantuvo fuerte entre la clase media y garantizó su apoyo continuado a la dictadura. Fue un momento extraño en la historia de la dictadura, cuando no solo la clase media, sino también partes del propio régimen —fracciones de las Fuerzas Armadas y la derecha nacionalista, por ejemplo— recelaban del monetarismo radical de los Chicago Boys. Aún así, no hubo ruptura política siempre que el discurso fuertemente anticomunista y antimarxista mantuviera viva la idea de una lucha contra el recuerdo de los años de la Unidad Popular.

Sin embargo, la creciente conciencia de la brutalidad del régimen acabó afectando a parte de la clase media. Especialmente a los vinculados a la Iglesia Católica, que era prácticamente la única institución que denunciaba la violación de los derechos humanos. Esos dos elementos —las reformas económicas neoliberales y una creciente oposición moral a la represión estatal— empezaron a erosionar la legitimidad de la dictadura militar. Por último, la crisis económica de los años 82 y 83 empezó a destruir el lastre que le quedaba al régimen, que había sido el aumento del poder adquisitivo de la clase media como resultado de las reformas neoliberales.

La economía se había liberalizado radicalmente, permitiendo una avalancha de electrodomésticos importados y otras cosas a las que los chilenos nunca habían tenido acceso. También aparecieron las primeras tarjetas de crédito y se inauguraron centros comerciales en Santiago, que se convirtieron en un símbolo importante de la modernidad consumista promovida por la dictadura. Sin embargo, el atractivo del consumismo, que había apuntalado el apoyo de la clase media organizada, comenzó a derrumbarse con la crisis económica.

Al año siguiente, en 1983, comenzó una oleada de protestas nacionales. Fueron protestas relativamente espontáneas contra la dictadura en una crisis económica aguda. Y, a medida que crecía el descontento con el nuevo modelo neoliberal, la clase media organizada constituyó una capa significativa del movimiento de protesta que duró un año.

¿Es posible seguir el rastro de esa alianza entre la clase media y la Junta en el período posterior a la dictadura? ¿Cuál fue el papel de la clase media durante el retorno a la democracia?

La dictadura trajo varias consecuencias duraderas para la clase media. La primera fue que el poder organizativo y la importancia social de la clase media cayeron en picado. Ya había disminuido mucho durante la dictadura. Por ejemplo, en 1981, las asociaciones profesionales que daban a la clase media su fuerza organizativa fueron degradadas a asociaciones comerciales, lo que significaba que ya no era obligatorio ser miembro asociado para ejercer la profesión. En efecto, las organizaciones profesionales habían perdido la capacidad de designarse a sí mismas como auténticas representantes de la clase media.

Además, durante los años de la transición, los gobiernos de la Concertación estaban profundamente preocupados por lograr la gobernabilidad e hicieron grandes esfuerzos por desactivar la misma movilización social que había dado a la clase media un sentido de liderazgo nacional. La principal preocupación de la Concertación fue garantizar la estabilidad del nuevo sistema político y evitar la amenaza latente de cualquier retroceso autoritario. La dictadura había negociado su salida del gobierno y mantenía el control de gran parte del poder estatal, lo que significaba que, a principios de los 90, se percibía el peligro de que la dictadura pudiera volver.

Gran parte de la clase media abrazó el espíritu de la prudencia política y aceptó que, para que la dictadura quedara a salvo en el pasado, la lucha contra la dictadura debía declararse terminada y finalizada. En la práctica, sin embargo, eso significaba que la clase media, que había sido la protagonista primero de la lucha contra el gobierno de la Unidad Popular y después de la oposición a la dictadura, dejaría de desempeñar un papel destacado de liderazgo en la vida pública.

¿Sigue siendo la clase media chilena un agente político relevante en la actualidad? ¿O está demasiado fragmentada para marcar la agenda pública? ¿Está la clase media detrás del giro a la derecha observado en las últimas elecciones?

Si alguien quisiera estudiar a la clase media chilena de hoy, no encontraría una expresión organizativa significativa como la que he enfocado para el siglo XX. Es difícil saber qué grupos componen la clase media o hasta qué punto sigue teniendo peso una identidad social de clase media. Hoy en día, el propio lenguaje de clase es mucho menos poderoso que en otras épocas del siglo XX, y se ha visto eclipsado por otro tipo de antagonismos sociales.

Sin embargo, creo que una parte de la revuelta social de 2019 fue una expresión de las demandas de la clase media. Si nos fijamos en la forma en que se articularon esas demandas y en las zonas específicas de Santiago en las que se produjo la mayor concentración de protestas, hay razones para afirmar que se trataba de protestas de clase media. Hubo un fuerte énfasis en la desmercantilización de los derechos sociales, especialmente en educación, sanidad y el sistema de pensiones, y este tipo de reivindicaciones recuerdan a la oposición de la clase media a la dictadura.

Incluso antes del estallido social, Chile tenía un fuerte movimiento estudiantil cuya principal demanda era la promesa de ascenso social a través de la educación superior. Las familias se habían endeudado para que sus hijos pudieran acceder a la educación superior y lograr alguna mejora relativa en sus condiciones materiales. Esa promesa meritocrática de mejora a través del esfuerzo individual —una fuerte ideología de clase media— se ha venido abajo en su mayor parte.

Lo mismo puede decirse del sistema de pensiones. El sistema de pensiones chileno se comercializó en la década de 1980 como una recompensa al esfuerzo individual. Ese sistema de «capitalización individual», como se llama en Chile, permite disponer de un fondo de jubilación proporcional al ahorro individual realizado a lo largo de la vida laboral. Sin embargo, a quienes vivieron toda su vida laboral bajo este sistema se les hizo evidente que las pensiones eran insuficientes. Algo parecido podría decirse del sistema sanitario chileno.

No quisiera reducir la revuelta social de 2019 a un fenómeno de clase media. Pero me parece que hay algunos elementos de continuidad o eco con las demandas de clase media que surgieron durante la dictadura en respuesta al neoliberalismo, especialmente las del último período y durante los años de la transición democrática. Especialmente durante los primeros años de la transición, la demanda de desmercantilización de los derechos sociales y una fuerte actitud contra el establishment fueron señas de identidad de la clase media.

Sin embargo, yo no diría que el actual momento termidoriano [es decir, de reacción de la derecha] se deba a la clase media. Si, por ejemplo, nos fijamos en los resultados de las elecciones al Consejo Constitucional de hace unos meses, que dieron una amplia mayoría a la ultraderecha, encontramos apoyo de todos los sectores sociales en todas las comunas y regiones del país. Es imposible establecer alguna distinción y, por lo tanto, tampoco se puede afirmar que es la clase media la que está impulsando el giro a la derecha en la política chilena actual.

Publicado originalmente por jacobinlat.com

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La clase media chilena en el golpe contra Salvador Allende

La CIA y los militares chilenos han sido considerados, con razón, los principales culpables del golpe contra Salvador Allende en 1973. Pero no debemos pasar por alto el importante papel que desempeñó la clase media chilena en el proceso.

Marcelo CASALS

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Escríbenos: info@strategic-culture.su

La Agencia Central de Inteligencia (CIA), las élites chilenas, los partidos de derecha y los militares orquestaron el derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende en 1973; la clase media, que golpeaba cacerolas y agitaba pañuelos en señal de protesta durante los años de la Unidad Popular, miraba con aprobación.

La trilogía cinematográfica clásica de Patricio Guzmán La batalla de Chile cimentó esa imagen con su primera entrega, Insurrección de los burgueses, un conmovedor retrato de la revuelta de la clase media incitada por la conspiración extranjera. En ella, escenas de protestas callejeras de la clase media se yuxtaponen al sabotaje de los partidos de la oposición y a los bloqueos económicos exteriores, siendo estos últimos decisivos para el golpe.

En estas descripciones, la clase media chilena suele ser considerada como un factor que contribuyó al derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. Es mucho menos frecuente que se considere a la clase media como la que lideró el movimiento a favor de la destitución violenta de Allende.

Parte de esa visión está históricamente fundamentada: la clase media, que celebró el golpe liderado por Augusto Pinochet, acabaría convirtiéndose en víctima de las medidas de austeridad neoliberal del régimen. Pero restar importancia al papel que desempeñó también oculta su fuerza en las décadas previas al 11 de septiembre de 1973. De hecho, como sostiene Marcelo Casals en su reciente libro, Contrarrevolución, colaboracionismo y protesta: La clase media chilena y la dictadura militar, es imposible entender el poder duradero de la dictadura de Pinochet sin estudiar la historia de la clase media chilena.

Con motivo del cincuenta aniversario del golpe de Estado, los historiadores han empezado a plantearse nuevas preguntas, a veces difíciles, sobre la naturaleza del régimen de Pinochet. Nicolas Allen, de Jacobin, habló con Casals sobre una de ellas: el grupo social que hizo posible el golpe y luego —al menos durante un tiempo— proporcionó al gobierno de facto su base de apoyo.

Mucha gente es consciente de que la clase media chilena desempeñó algún papel en el golpe contra Salvador Allende, pero ¿cómo puede un conocimiento más profundo de la clase media arrojar nueva luz sobre su derrocamiento y sus consecuencias?

Debería empezar definiendo lo que entiendo por clase media. Con demasiada frecuencia, se habla de la clase media como si fuera una realidad objetiva: puesto que hay ricos y pobres, lógicamente, también debería haber un tercer grupo en el medio.

En Chile, a mediados del siglo XX empezaron a aparecer organizaciones sociales que se identificaban como «clase media». Estos grupos hablaban en nombre de una nueva entidad y se dirigían explícitamente al Estado con una serie de demandas: leyes especiales que reconocieran la importancia de la clase media, políticas públicas favorables y privilegios como salarios más altos, exenciones fiscales, etc. En términos de articulación y consecución de sus demandas, esos esfuerzos tuvieron mucho éxito, y en la década de 1970 comerciantes, funcionarios y profesionales se habían hecho bastante poderosos. Disponían de enormes recursos, prestigio social y, lo que es más importante, acceso directo al poder político.

El gobierno de la Unidad Popular de Allende cambió todo eso. En primer lugar, restó importancia a la clase media, situando las mejoras materiales de la clase trabajadora en el centro de su programa. Poco después, los canales de negociación que la clase media había disfrutado con el Estado chileno también empezaron a romperse. Y entonces, a medida que la polarización política se profundizaba y una crisis económica golpeaba Chile, los grupos de clase media empezaron a sentir que la jerarquía social que había sostenido sus privilegios estaba en peligro. Lo que siguió fueron movilizaciones callejeras sin precedentes de la clase media contra el gobierno de Allende.

Esta historia —la de cómo la clase media chilena lideró un movimiento contrarrevolucionario de masas contra el gobierno de la Unidad Popular— suele quedar eclipsada por los relatos convencionales centrados en los partidos políticos de derechas, el imperialismo estadounidense y los grandes intereses capitalistas. Por supuesto, esas eran fuerzas muy reales. Sin embargo, la clase media chilena estaba mucho más organizada, movilizada y radicalizada de lo que se cree, y perseguía un programa anticomunista y antimarxista claramente definido.

Del mismo modo, la clase media no fue inmune a las enormes transformaciones culturales, económicas y políticas que trajo consigo la dictadura militar. A partir de las reformas económicas neoliberales iniciadas a mediados de la década de 1970, la identidad de la clase media se fue definiendo cada vez menos por su relación con el Estado y más por su lugar en la economía de mercado. Los niveles de consumo, más que los favores políticos, pasaron a ser experiencias definitorias de la clase media. En otras palabras, culturalmente hablando, se trataba de una clase media diferente de la que existía justo antes del golpe.

El apoyo de la clase media a la dictadura se mantendría firme durante años. Sin embargo, a principios de la década de 1980, sobre todo tras la crisis económica de 1982, la clase media se convirtió en una de las principales voces de la oposición a la dictadura. En la mente de sus miembros, el nuevo gobierno democrático preservaría e incluso mejoraría su nivel de vida y restauraría su poder político, que había disminuido durante la dictadura.

Una vez más, la clase media tardó en unirse a la oposición, y solo lo hizo cuando el ejercicio del poder estatal empezó a considerarse excesivamente arbitrario. La represión estatal se veía cada vez más a través de la lente de los derechos humanos, una visión que hacía que la represión pareciera moralmente reprobable. Una concepción muy distinta a la represión de los inicios de la dictadura, que la clase media veía como una forma de castigo necesario a los sectores populares indebidamente influyentes.

¿En qué se diferencia ese relato del que hizo famoso el académico argentino Guillermo O’Donnell? O’Donnell argumentó que, en los años 60, a medida que las clases medias latinoamericanas se frustraban con el retraso de la modernización y se desencantaron de la política democrática liberal, adoptaron soluciones autoritarias al desarrollo capitalista.

Las lecturas más sociológicas, como la de O’Donnell, en las que las frustraciones acumuladas de las clases medias conducen al autoritarismo, tienen mucho que recomendar. El problema es que toman una instantánea de la clase media en un período determinado y luego la extienden hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. En esa versión, la clase media suele verse como un mero apéndice de la oligarquía o como una clase temerosa y acobardada con un débil compromiso con la democracia. Esas caracterizaciones fueron acertadas en ciertos momentos, pero yo diría que la clase media y la dictadura no son un bloque estático y monolítico.

El propio O’Donnell adoptó una visión más dinámica de la dictadura más adelante. A finales de los 80, O’Donnell decía: «Bien, tenemos una buena comprensión estructural de estos regímenes autoritarios y burocráticos, pero nos falta un sentido de los comportamientos sociales que apoyaron estos regímenes». Esa parte sigue faltando: la base social de la dictadura chilena es toda un área de investigación que todavía no ha recibido suficiente atención.

Sin embargo, a largo plazo, parece predecible que el gobierno de la Unidad Popular inspirara una reacción tan vehemente: la clase media había pasado décadas construyéndose a sí misma como la voz «legítima» de la opinión pública chilena, y que se la arrebataran inspiraría un intenso resentimiento.

Esa evolución se remonta a finales del siglo XIX, cuando la burocracia estatal, el empleo público y otros procesos de modernización se combinaron con la urbanización de la capital, Santiago. Pero recién en la década de 1930 se generalizó una idea más sistemática de clase media, referida a un universo social distinto de los sectores oligárquicos chilenos, pero también separado de los sectores populares de las ciudades. Ese sector medio estaba fuertemente vinculado a una burocracia estatal en expansión y a los servicios estatales, pero también al creciente comercio en las zonas urbanas.

A partir de los años 30, un conjunto de grupos profesionales comenzó a organizarse en asociaciones. Dichas instituciones, colegios y asociaciones fueron creadas por el Estado, y cada una de ellas se encargaba de velar por una determinada área profesional en nombre del Estado. Por ejemplo, el Colegio de Abogados se encargaba de la administración de justicia. Esa misma lógica organizativa se aplicó después a otros sectores profesionales: comerciantes, funcionarios públicos y empleados privados tenían sus propias organizaciones.

Fue una especie de prueba piloto para una identidad de clase media emergente. Tuvo lugar en el contexto histórico de una cultura nacional fuertemente reformista y antioligárquica ya visible bajo el gobierno de Arturo Alessandri, a principios de los años veinte. Ese período de crisis, en el que la economía dependiente de las exportaciones se contrajo bruscamente, condujo al gobierno del Frente Popular a finales de los años 30, encabezado por el Partido Radical.

El Partido Radical reflejaba el ímpetu reformista de sectores que, a medida que empezaban a identificarse cada vez más como clase media, empezaban también a labrarse un espacio político propio. La distinción social conferida a esa nueva clase se reflejó en una ley de 1937 que establecía un salario mínimo vinculado a la inflación que, fundamentalmente, solo se aplicaba a los grupos de clase media. Mientras tanto, la clase trabajadora seguiría teniendo que ajustar sus salarios y compensar los efectos de la inflación como siempre había hecho: mediante huelgas, protestas y negociaciones colectivas.

En el periodo comprendido entre los años 30 y 70 surgieron distinciones sociales aún más marcadas, reflejo de una identidad de clase media más fuerte. Un ejemplo de ello fue la diferenciación legal entre «empleados» y «trabajadores», en la que los empleados disfrutaban de ciertas prestaciones estatales que los trabajadores no. Mientras tanto, hasta la década de 1970, el lenguaje clasista se hizo omnipresente en Chile; aunque lo utilizaban sobre todo los marxistas para referirse a la clase trabajadora, ese lenguaje de clase hacía relativamente natural imaginar a los estratos medios como una «clase» diferenciada.

Retrato de 1920 del presidente chileno Arturo Alessandri Palma. (Wikimedia Commons)

Lo que entró en crisis con la victoria de Allende fue el diseño institucional que daba a los sectores medios su coherencia organizativa y su acceso a los recursos estatales. Una ironía que a la mayoría no se le escapa es que Allende formaba parte de esa clase media. Famosamente, era masón, una institución fuertemente identificada con la ideología antioligárquica de la clase media chilena. También fue miembro fundador y primer presidente del Colegio Médico, una de las principales organizaciones profesionales de su época. Además fue miembro del Partido Socialista, que, a diferencia de la orientación «obrerista» del Partido Comunista, tenía una fuerte presencia entre la clase media. Allende pertenecía a ese entorno y creía que el éxito de la «vía chilena al socialismo» dependía de la adhesión de la clase media a su proyecto.

Todo esto quiere decir que, de no haber sido por la creciente polarización política y la crisis económica, Allende podría haber encontrado la forma de acercarse a la clase media. Pero no fue así: las clases medias se volvieron contra el gobierno de la Unidad Popular de una manera sorprendentemente rápida y radical.

La forma en que se volvieron contra Allende corrige la idea de que la clase media fue víctima de una manipulación política sigilosa por parte de los partidos de derechas o de la CIA. Ese tipo de interferencia existió, pero una de las cosas más sorprendentes que descubrí en mi investigación es cómo la clase media organizada formó muy rápidamente y por iniciativa propia una opinión mayoritaria a favor de la adopción de medidas contrarrevolucionarias radicales.

¿Recuperó la dictadura los privilegios que la clase media había perdido bajo el gobierno de la Unidad Popular? ¿Por qué se volvió finalmente contra el gobierno de Pinochet?

Inicialmente, la dictadura respondió directamente a los reclamos de la clase media por la «normalización» y restauración de las jerarquías sociales. Es importante recordar que, antes de la implantación del neoliberalismo, la dictadura tenía un interés central en retroceder el reloj hasta antes de la victoria del gobierno de la Unidad Popular. Así, durante los primeros años de la dictadura, la clase media tuvo más poder político y mejores condiciones que nunca. Los partidos políticos y otros intermediarios institucionales ya no les estorbaban: podían dirigirse directamente a la junta militar para conseguir lo que querían. Y por eso, en gran medida, la clase media toleraba tácitamente o colaboraba directamente con la represión estatal.

Esto empezó a derrumbarse con las reformas económicas que más tarde se conocerían como neoliberalismo. A partir de 1975, la política de choque del gobierno estableció una batería de medidas para combatir la espiral inflacionista, incluida una fuerte contracción del gasto fiscal y, con el tiempo, de todo el propio aparato estatal. Entre los más directamente afectados por esa contracción se encontraban los grupos de clase media que anteriormente habían disfrutado de la generosidad de los recursos y el poder del Estado.

Salvador Allende y otros funcionarios en el Palacio de la Moneda en Santiago de Chile. (Wikimedia Commons)

Esas reformas económicas neoliberales vinieron obviamente de arriba, de los llamados Chicago Boys. Presentadas como políticas científicas objetivas, la implicación era que no estaban abiertas a la negociación, que era precisamente cómo la clase media había llegado a disfrutar de su privilegio e influencia.

A finales de los años 70, la legislación laboral, el sistema sanitario y el sistema de seguridad social del país se habían transformado y privatizado radicalmente en detrimento de la clase media. Aún así, durante un tiempo, el impulso contrarrevolucionario se mantuvo fuerte entre la clase media y garantizó su apoyo continuado a la dictadura. Fue un momento extraño en la historia de la dictadura, cuando no solo la clase media, sino también partes del propio régimen —fracciones de las Fuerzas Armadas y la derecha nacionalista, por ejemplo— recelaban del monetarismo radical de los Chicago Boys. Aún así, no hubo ruptura política siempre que el discurso fuertemente anticomunista y antimarxista mantuviera viva la idea de una lucha contra el recuerdo de los años de la Unidad Popular.

Sin embargo, la creciente conciencia de la brutalidad del régimen acabó afectando a parte de la clase media. Especialmente a los vinculados a la Iglesia Católica, que era prácticamente la única institución que denunciaba la violación de los derechos humanos. Esos dos elementos —las reformas económicas neoliberales y una creciente oposición moral a la represión estatal— empezaron a erosionar la legitimidad de la dictadura militar. Por último, la crisis económica de los años 82 y 83 empezó a destruir el lastre que le quedaba al régimen, que había sido el aumento del poder adquisitivo de la clase media como resultado de las reformas neoliberales.

La economía se había liberalizado radicalmente, permitiendo una avalancha de electrodomésticos importados y otras cosas a las que los chilenos nunca habían tenido acceso. También aparecieron las primeras tarjetas de crédito y se inauguraron centros comerciales en Santiago, que se convirtieron en un símbolo importante de la modernidad consumista promovida por la dictadura. Sin embargo, el atractivo del consumismo, que había apuntalado el apoyo de la clase media organizada, comenzó a derrumbarse con la crisis económica.

Al año siguiente, en 1983, comenzó una oleada de protestas nacionales. Fueron protestas relativamente espontáneas contra la dictadura en una crisis económica aguda. Y, a medida que crecía el descontento con el nuevo modelo neoliberal, la clase media organizada constituyó una capa significativa del movimiento de protesta que duró un año.

¿Es posible seguir el rastro de esa alianza entre la clase media y la Junta en el período posterior a la dictadura? ¿Cuál fue el papel de la clase media durante el retorno a la democracia?

La dictadura trajo varias consecuencias duraderas para la clase media. La primera fue que el poder organizativo y la importancia social de la clase media cayeron en picado. Ya había disminuido mucho durante la dictadura. Por ejemplo, en 1981, las asociaciones profesionales que daban a la clase media su fuerza organizativa fueron degradadas a asociaciones comerciales, lo que significaba que ya no era obligatorio ser miembro asociado para ejercer la profesión. En efecto, las organizaciones profesionales habían perdido la capacidad de designarse a sí mismas como auténticas representantes de la clase media.

Además, durante los años de la transición, los gobiernos de la Concertación estaban profundamente preocupados por lograr la gobernabilidad e hicieron grandes esfuerzos por desactivar la misma movilización social que había dado a la clase media un sentido de liderazgo nacional. La principal preocupación de la Concertación fue garantizar la estabilidad del nuevo sistema político y evitar la amenaza latente de cualquier retroceso autoritario. La dictadura había negociado su salida del gobierno y mantenía el control de gran parte del poder estatal, lo que significaba que, a principios de los 90, se percibía el peligro de que la dictadura pudiera volver.

Gran parte de la clase media abrazó el espíritu de la prudencia política y aceptó que, para que la dictadura quedara a salvo en el pasado, la lucha contra la dictadura debía declararse terminada y finalizada. En la práctica, sin embargo, eso significaba que la clase media, que había sido la protagonista primero de la lucha contra el gobierno de la Unidad Popular y después de la oposición a la dictadura, dejaría de desempeñar un papel destacado de liderazgo en la vida pública.

¿Sigue siendo la clase media chilena un agente político relevante en la actualidad? ¿O está demasiado fragmentada para marcar la agenda pública? ¿Está la clase media detrás del giro a la derecha observado en las últimas elecciones?

Si alguien quisiera estudiar a la clase media chilena de hoy, no encontraría una expresión organizativa significativa como la que he enfocado para el siglo XX. Es difícil saber qué grupos componen la clase media o hasta qué punto sigue teniendo peso una identidad social de clase media. Hoy en día, el propio lenguaje de clase es mucho menos poderoso que en otras épocas del siglo XX, y se ha visto eclipsado por otro tipo de antagonismos sociales.

Sin embargo, creo que una parte de la revuelta social de 2019 fue una expresión de las demandas de la clase media. Si nos fijamos en la forma en que se articularon esas demandas y en las zonas específicas de Santiago en las que se produjo la mayor concentración de protestas, hay razones para afirmar que se trataba de protestas de clase media. Hubo un fuerte énfasis en la desmercantilización de los derechos sociales, especialmente en educación, sanidad y el sistema de pensiones, y este tipo de reivindicaciones recuerdan a la oposición de la clase media a la dictadura.

Incluso antes del estallido social, Chile tenía un fuerte movimiento estudiantil cuya principal demanda era la promesa de ascenso social a través de la educación superior. Las familias se habían endeudado para que sus hijos pudieran acceder a la educación superior y lograr alguna mejora relativa en sus condiciones materiales. Esa promesa meritocrática de mejora a través del esfuerzo individual —una fuerte ideología de clase media— se ha venido abajo en su mayor parte.

Lo mismo puede decirse del sistema de pensiones. El sistema de pensiones chileno se comercializó en la década de 1980 como una recompensa al esfuerzo individual. Ese sistema de «capitalización individual», como se llama en Chile, permite disponer de un fondo de jubilación proporcional al ahorro individual realizado a lo largo de la vida laboral. Sin embargo, a quienes vivieron toda su vida laboral bajo este sistema se les hizo evidente que las pensiones eran insuficientes. Algo parecido podría decirse del sistema sanitario chileno.

No quisiera reducir la revuelta social de 2019 a un fenómeno de clase media. Pero me parece que hay algunos elementos de continuidad o eco con las demandas de clase media que surgieron durante la dictadura en respuesta al neoliberalismo, especialmente las del último período y durante los años de la transición democrática. Especialmente durante los primeros años de la transición, la demanda de desmercantilización de los derechos sociales y una fuerte actitud contra el establishment fueron señas de identidad de la clase media.

Sin embargo, yo no diría que el actual momento termidoriano [es decir, de reacción de la derecha] se deba a la clase media. Si, por ejemplo, nos fijamos en los resultados de las elecciones al Consejo Constitucional de hace unos meses, que dieron una amplia mayoría a la ultraderecha, encontramos apoyo de todos los sectores sociales en todas las comunas y regiones del país. Es imposible establecer alguna distinción y, por lo tanto, tampoco se puede afirmar que es la clase media la que está impulsando el giro a la derecha en la política chilena actual.

Publicado originalmente por jacobinlat.com