Por primera, el mundo está siendo testigo directo de un crimen de lesa humanidad perpetrado ante las cámaras de televisión. Estados Unidos e Israel, que desde hace tiempo han unido sus destinos, serán considerados responsables de la enorme masacre que se perpetra en Gaza. Exceptuando a los europeos, los aliados de Washington en todo el mundo están retirando sus embajadores de Tel Aviv. Y mañana podrían retirar también sus embajadores de Washington. Toda esta situación recuerda el momento de la dislocación de la URSS, y el actual proceso terminará como aquel. El Imperio estadounidense está en peligro de muerte. El proceso se ha iniciado y ya no hay cómo pararlo.
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Mientras nuestra atención se concentra en las masacres de civiles cometidas en Israel y en Gaza, no percibimos las divisiones internas existentes en Israel y en Estados Unidos. Tampoco percibimos el cambio considerable que ese drama está provocando en el mundo. Por primera vez en la historia, se cometen matanzas de civiles frente a las cámaras de televisión.
En todo el mundo –menos en Europa–, los judíos y los árabes se unen para expresar su dolor y lanzar juntos llamados a la paz. En todo el mundo, los pueblos están viendo que ese genocidio no sería posible si Estados Unidos no entregara las enormes cantidades de bombas y de munición que sigue suministrando a Israel. En todo el mundo hay Estados que retiran sus embajadores de Tel Aviv y que se preguntan si tendrían además que retirar sus embajadores de Washington.
Parece evidente que Estados Unidos ha aceptado la matanza a regañadientes. Pero no sólo la ha autorizado sino que además la hace posible con las subvenciones que asigna a Israel y con el armamento que sigue enviando al Estado hebreo. ¿Por qué? Porque en Washington están espantados al ver como Estados Unidos pierde su poder, después de haber sido derrotado en Siria, ante su derrota en Ucrania y, quizás dentro de poco, ante una nueva derrota en Palestina.
Si los ejércitos del Imperio ya no inspiran temor, ¿quién seguirá efectuando transacciones en dólares estadounidenses en vez de utilizar su propia moneda? Y, ante esa eventualidad, ¿cómo hará Washington para seguir pagando sus faraónicos gastos? ¿Cómo podrá Estados Unidos mantener su nivel de vida?
Pero ¿qué sucederá al final de esta historia? ¿Se sublevará el Medio Oriente o Israel erradicará el Hamas inscribiendo aún más miles de vidas de civiles en su ya larguísima lista de “daños colaterales”?
Por el momento hay que recordar que el presidente estadounidense, Joe Biden, inicialmente instó Israel a renunciar a su proyecto de desplazar los palestinos a Egipto o, en su defecto, de borrarlos de la faz de la Tierra. Pero Tel Aviv no obedece.
De hecho, los supremacistas judíos de hoy se comportan como los de 1948. En aquella época, cuando la ONU votó la creación de dos Estados federados en Palestina –un Estado hebreo y un Estado árabe–, los sionistas proclamaron el Estado hebreo sin esperar a que se trazaran sus fronteras. Los supremacistas judíos iniciaron inmediatamente la expulsión de millones de palestinos (lo que los palestinos llaman la «Nakba») y asesinaron al representante especial de la ONU encargado de supervisar la creación del Estado palestino. Los ejércitos de los 7 países árabes (Arabia Saudita, Egipto, Irak, Jordania, Líbano, Siria y Yemen del Norte) que trataron de impedir la expulsión de la población palestina fueron derrotados.
Como en aquella época, los supremacistas judíos de hoy tampoco obedecen a sus protectores y vuelven a regodearse en la masacre, sin darse cuenta de que, esta vez, el mundo los observa y que nadie vendrá ya a socorrerlos. Precisamente en momentos en que los musulmanes chiitas comenzaban a admitir el principio de un Estado hebreo, la locura de los supremacistas judíos pone en peligro la existencia misma de ese Estado.
Es importante recordar hoy cómo se produjo el derrumbe de la Unión Soviética: cuando el Estado no fue capaz de proteger la población ante un accidente catastrófico. En 1986, 4 000 soviéticos perecieron por causa del accidente de la central nuclear de Chernobil, luchando por salvar a sus conciudadanos. Los sobrevivientes se preguntaron entonces porqué seguían aceptando, 69 años después de la Revolución de Octubre, un régimen autoritario. El entonces primer secretario del Partido Comunista de la URSS, Mijaíl Gorbatchov, escribiría más tarde que fue ante aquel desastre cuando él mismo se dio cuenta de que su régimen estaba en peligro.
Vinieron después las revueltas en Kazajstán, las manifestaciones por la independencia en las repúblicas del Báltico y en Armenia. Gorbatchov modificó la Constitución para marginar la vieja guardia del Partido, pero sus reformas no bastaron para detener el incendio, que se extendió a Azerbaiyán, Georgia, Moldavia, Ucrania y Bielorrusia.
En 1989, el levantamiento de los jóvenes comunistas de Alemania del Este contra la “doctrina Brezhnev” condujo a la caída del muro de Berlín. En 1990, el debilitamiento de Moscú llevó al cese de las ayudas que la URSS garantizaba a sus aliados, como Cuba. Finalmente, se produjeron la disolución del Pacto de Varsovia y el fin de la Unión Soviética, en 1991. En un poco más de 5 años, se derrumbó un imperio que todos creían eterno.
Ese es el mismo proceso inevitable que acaba de iniciarse para el «Imperio estadounidense». La cuestión no es saber hasta dónde llegarán los sionistas revisionistas de Benyamin Netanyahu sino hasta cuándo tendrán el apoyo de los imperialistas estadounidenses. ¿En qué momento estimará Washington que tiene mucho más que perder permitiendo que continúe la masacre de civiles palestinos que poniendo en su lugar a los dirigentes israelíes?
El mismo problema se plantea hoy para Washington en Ucrania. La contraofensiva militar de Volodimir Zelenski ha fracasado. Rusia ya no busca destruir el armamento ucraniano, inmediatamente reemplazado por el armamento que suministran Washington y sus aliados, sino acabar con las “fuerzas vivas” del régimen de Kiev. Las tropas de la Federación Rusa se han convertido en una gigantesca máquina de moler carne que aplasta, lenta e inexorablemente, las fuerzas ucranianas que se acercan a las líneas defensivas rusas. Kiev ya no logra movilizar nuevos combatientes y sus soldados se niegan a obedecer las órdenes de quienes los envían a la muerte. Los oficiales ucranianos ya están fusilando a los soldados que se niegan a combatir.
Numerosos líderes estadounidenses, ucranianos e israelíes están hablando de sustituir la coalición de los nacionalistas integristas –en Ucrania– y la coalición de los supremacistas judíos –en Israel. Hacerlo en situación de guerra puede no ser lo más apropiado… pero habrá que hacerlo.
El presidente estadounidense Joe Biden tendrá que sustituir su títere ucraniano y separarse de sus bárbaros aliados israelíes, como cuando el primer secretario Mijaíl Gorbatchov tuvo que reemplazar a su insensible representante en Kazajstán, lo cual abrió el camino al cuestionamiento de los dirigentes corruptos. Cuando Zelenski y Netanyahu sean expulsados de sus funciones, todos sabrán que es posible obtener la cabeza de un representante del Imperio y los propios títeres se darán cuenta de que es más aconsejable huir antes que ser sacrificado por Washington.
Ese proceso es tan inevitable como inexorable. El presidente Joe Biden sólo puede posponerlo, incluso alargarlo, pero no podrá pararlo.
Los pueblos y los dirigentes occidentales se verán obligados a tomar iniciativas propias, para salir de la trampa, sin esperar a ser abandonados, como lo hizo Cuba cuando asumió el precio de las privaciones que caracterizaron lo que los cubanos llaman el «periodo especial» [1]. Es urgente adelantarse a los acontecimientos. Los últimos en reaccionar pagarán la cuenta por todos. Ya en este momento, numerosos Estados del «resto del mundo» están separándose del «sistema occidental» y se agolpan a las puertas del grupo BRICS o de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS).
En su momento, Rusia tuvo que separarse de los Estados del Báltico. Pero Estados Unidos tendrá que prepararse para enfrentar sublevaciones internas. Cuando Washington ya no logre seguir imponiendo el uso del dólar estadounidense en el intercambio internacional, lo cual se traducirá en un desplome del nivel de vida en Estados Unidos, las regiones más pobres de ese país se negarán a obedecer y las regiones ricas optarán por la independencia, comenzando por Texas y California, las únicas que tienen legalmente la posibilidad de hacerlo [2]. Es probable que la dislocación de Estados Unidos dé lugar a una guerra civil.
La desaparición de Estados Unidos provocará la de la OTAN, así como la desaparición de la Unión Europea. Alemania, Francia y Reino Unido volverán entonces a sus rivalidades de antaño, ya que nunca se ocuparon de resolverlas a su debido tiempo.
Israel y el «Imperio estadounidense» desaparecerán en pocos años. Quienes luchen contra la marcha de la Historia no lograrán otra cosa que provocar más guerras sin sentido y gran número de muertes inútiles.
El derrumbe de Israel y Estados Unidos, por Thierry Meyssan (voltairenet.org)