Nathalie TOCCI
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Los países del sur global denuncian la grandilocuencia moral y el doble rasero de Europa y Estados Unidos respecto a las guerras en Ucrania y Palestina. Tras meses de esfuerzos políticos, económicos y diplomáticos, la sensación que queda es que una vidas valen más que otras
Cuando Rusia invadió Ucrania, Occidente tenía un sólido argumento normativo y estratégico. Rusia había violado los pilares del Derecho internacional — soberanía e integridad territorial — y Ucrania tenía derecho a defenderse. Occidente basó su apoyo económico, político y militar a Ucrania y sus sanciones a Rusia en los principios del derecho y en el imperativo estratégico de defender el orden de seguridad europeo. Como es bien sabido, el resto del mundo no lo ve exactamente igual. Los países del sur global consideran que Ucrania es una guerra europea y están más preocupados por sus consecuencias, especialmente en términos de seguridad alimentaria y energética, que por sus causas. Al rechazar la invitación de Occidente a unirse a las sanciones a Rusia, señalaron el doble rasero de Occidente, cuyo apoyo incondicional a Ucrania contrasta con su abandono de las guerras en otros lugares, desde Yemen y Siria hasta Sudán. Sin embargo, aunque los países del sur global no estaban dispuestos a pagar un precio por la defensa del orden internacional, la gran mayoría de ellos no cuestionó el hecho de que Rusia estaba violando gravemente el derecho internacional. Esto explica por qué 141 países representados en las Naciones Unidas votaron junto a Occidente condenando la agresión rusa y exigiendo su retirada inmediata del territorio de Ucrania. Solo un puñado de Estados (bastante desagradables), como Bielorrusia, Corea del Norte, Eritrea y Siria, apoyaron a Vladímir Putin. Es cierto que 32 países se abstuvieron, entre ellos algunos muy poblados como China y la India, pero Occidente no estaba solo y formaba parte de la mayoría mundial.
La situación no podría ser más diferente en la guerra entre Israel y Hamás en Gaza. Esta vez, es Occidente el que se queda aislado en el mundo, como ejemplifica la votación en la Asamblea General de la ONU de la resolución presentada por Jordania, en la que se pide una tregua inmediata y el respeto del derecho internacional humanitario. Mientras que ocho países europeos se encuentran entre la mayoría de 120 que votaron a favor de la resolución, incluidos Francia, España y Portugal, la mayoría de los países occidentales se encontraban en la minoría que se abstuvo o votó en contra. Especialmente aislados quedaron los detractores, entre los que, junto a Israel, se encontraban Estados Unidos y cuatro países europeos (Austria, Hungría, República Checa y Croacia).
El contraste entre ambas votaciones ejemplifica el desmoronamiento normativo y estratégico de Occidente y su papel en el mundo. Los países que votaron en contra o se abstuvieron en la ONU motivaron su postura señalando que la resolución no condenaba los ataques de Hamás ni afirmaba el derecho de Israel a la autodefensa. Sin embargo, aunque la resolución no era perfecta, votar en contra de una tregua cuando ya se había informado de la muerte de más de 7.000 palestinos e Israel estaba a punto de lanzar una ofensiva terrestre que corría el riesgo de cobrarse decenas de miles de vidas más es mucho peor. El secretario general de la ONU, António Guterres, lo expresó con crudeza al afirmar que “este es un momento de la verdad” que será juzgado por la historia. Mientras que Europa y Occidente permanecieron unidos y del lado de los derechos y la ley en Ucrania, se dividieron patéticamente por tres en Oriente Próximo, cayendo la mayoría en el lado equivocado de la historia a la luz de la catástrofe humanitaria que se desarrolla en Gaza.
Este error normativo es también estratégico. La guerra de Ucrania reveló que había trabajo por hacer en el sur global. La mayoría de los países estaban a favor del derecho internacional, mientras que veían con escepticismo la grandilocuencia moral de Occidente. Correspondía a Occidente demostrar que su apoyo a los derechos y la ley en Ucrania no era contingente, sino estructural. De ahí los meses de acercamiento diplomático, político y económico a los países del sur global, el más reciente de los cuales es el Corredor India-Oriente Próximo-Europa lanzado en la cumbre del G-20 en Delhi y vinculado a la iniciativa de la UE Global Gateway.
Ahora, la poca credibilidad que Occidente tenía en el mundo se ha vaciado. Meses de esfuerzos diplomáticos, políticos y económicos para adaptarse a un mundo en el que los equilibrios de poder cambian rápidamente se han esfumado al reconfirmar los países occidentales todos los peores prejuicios contra ellos. Cuando los países occidentales rechazan un alto el fuego, declaran que no hay líneas rojas para Israel o afirman el derecho de Israel a la autodefensa, añadiendo solo mansamente que esto debe estar “en consonancia” con el derecho internacional, con razón o sin ella lo que la mayoría de los países del mundo oyen es un mensaje brutal: para Occidente algunas vidas importan más que otras.
Algunos pueden argumentar “¿y qué?”. Si apoyar incondicionalmente a Israel es lo correcto dado el brutal ataque de Hamás, entonces ¿no debería uno mantenerse en la línea aunque sea impopular? Sin embargo, este argumento se queda corto tanto por razones éticas como prácticas. Desde el punto de vista ético, asumir que Occidente tiene razón y el resto del mundo está equivocado (o es implícitamente antisemita) representa un ejemplo por excelencia de lo que el ex primer ministro francés, Dominique de Villepin, denominó en una entrevista reciente “occidentalismo”, es decir, un sentimiento de superioridad occidental frente al resto del mundo. Lo que el mundo ve es lo que Guterres se atrevió a decir hace unos días, causando un gran revuelo en Israel: que los atentados terroristas del 7 de octubre no se produjeron en el vacío, sino en el contexto de un conflicto palestino-israelí de 56 años, caracterizado por la violación sistemática de los derechos humanos, la represión y la desposesión de los palestinos. Despreciar este contexto como un detalle secundario o una mera tapadera para un burdo antisemitismo es el peor occidentalismo.
Por último, lo que el resto del mundo parece ver con mucha mayor claridad estratégica que nuestro fracturado Occidente es que la respuesta de Israel a los ataques de Hamás dirigida a erradicar el movimiento como fuerza militar, gubernamental y política, si bien es cierto que causará un sufrimiento humano indescriptible, es poco probable que funcione a largo plazo para proporcionar una mayor seguridad a Israel. Llevó muchos meses erradicar al ISIS de Mosul o a Al Qaeda de Faluya, dos organizaciones terroristas sin apenas raíces en la sociedad. Hamás no solo es una fuerza militar mucho más fuerte, sino que ha gobernado Gaza desde 2007, siendo un movimiento político desde 1987. Creer que Hamás puede ser erradicada, a menos que ello implique la matanza de cientos de miles de palestinos y/o el desplazamiento de millones —literalmente un genocidio— es difícil de imaginar. Israel ya ha intentado antes la vía de la destrucción gratuita, siendo la erradicación de la OLP del Líbano y las consiguientes masacres de Sabra y Chatila en la década de 1980 los ejemplos más atroces. Entonces, como ahora, el resultado fue solo una cuestión palestina más gangrenada y, en consecuencia, un Israel más inseguro.