Si no era posible derrocar a Saddam y tomar control de Irak en aquel momento, EE.UU. trabajaría para socavar las estructuras del régimen y del propio país en sí, preparando el terreno para una futura y definitiva intervención.
Únete a nosotros en Telegram , Twitter
y VK
.
Escríbenos: info@strategic-culture.su
“Pero Estados Unidos no pretende que Irak sea una potencia regional después de la guerra”, observó, cuando esta aún estaba apenas a la mitad, el corresponsal en Beirut de Associated Press, Mohamad Salam (Fisk, p. 252). La guerra Irán-Irak terminó en 1988 y, en ocho años, segó la vida de un millón de personas.
Creyendo haber salido militar y políticamente fortalecido de la guerra y que Estados Unidos se mantendría como leal compañero de su régimen, Saddam Hussein vuelve su codicia hacia otro territorio fronterizo con Irak: Kuwait. En 1990, Kuwait había aumentado su producción de petróleo de 1,5 millones de barriles por día a 1,9 millones de barriles por día, irrespetando la cuota establecida por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y, de ese modo, rebajando el valor del crudo. Irak se sintió perjudicado, viendo decaer sus ingresos. Por si fuera poco, Bagdad acusó al país vecino de aumentar la producción de petróleo mediante el robo de crudo iraquí, con la extracción del producto de los campos petrolíferos del sur de Irak. Fue realmente un golpe para la economía iraquí, altamente dependiente de la exportación de petróleo, más aún tras una década de guerra que había deteriorado toda la infraestructura del país.
El gobierno de Estados Unidos se lavó las manos cuando fue informado por los iraquíes de la inminente invasión de Kuwait. Saddam lo interpretó como un consentimiento. Confió en que el imperialismo no intervendría contra su empresa y tal vez incluso lo apoyaría. Pero se equivocó rotundamente. Los norteamericanos enviaron tropas para combatir a Irak en lo que quedó conocido como la Primera Guerra del Golfo. La intervención estadounidense ocurrió a través de Arabia Saudita, que decía sentirse amenazada con la invasión de Kuwait. La Casa de Saud recibió en su territorio (considerado sagrado por todos los musulmanes, pues es la tierra de La Meca) a las fuerzas “infieles” del imperialismo norteamericano. A pesar de todo el malabarismo saudí para justificar la acción, ese papel de títere de EE.UU. costaría un alto precio a los sauditas en las décadas siguientes, tachados (con razón) de traidores del pueblo islámico. Si los iraquíes fueron vistos en un primer momento como agresores contra otro Estado árabe, en un segundo momento quienes combatían a los iraquíes brindando pleno apoyo a las fuerzas armadas estadounidenses comenzaron a ser considerados traidores por aliarse con una potencia imperialista “infiel” contra un país árabe y de mayoría musulmana.
Al mismo tiempo, el ejército iraquí (el cuarto mayor del mundo, gracias al apoyo imperialista) mostraba sus fuertes debilidades, que desenmascararon la farsa montada por Saddam de que su país se había convertido en una gran potencia. Un país atrasado como Irak no tiene condiciones de vivir en estado de guerra constante, saliendo de ocho años de una horrenda carnicería contra un país vecino para hundirse en otra guerra, mientras debía comenzar a preocuparse con el retorno de una oposición interna que se organizaba, esta vez bajo la ideología religiosa. Saddam ya planeaba, en 1990, tornar a la industria bélica iraquí totalmente autosuficiente, poseyendo incluso armas de destrucción masiva. El apoyo que había recibido del mundo entero para frenar la revolución iraní ciertamente hizo crecer en la cabeza del dictador iraquí la idea de que sus aspiraciones pasarían incólumes.
Los estadounidenses probablemente no invadieron Irak para destituir a Saddam Hussein porque vivían una crisis interna (el “Lunes Negro” de 1987 elevó a la Dow Jones a su índice más bajo, de 22,6%, y las Bolsas de Valores tuvieron la peor sesión de toda su historia) y la situación internacional aún era desventajosa, con la crisis económica de 1987, derivada de la no resuelta crisis de 1974, y las convulsiones políticas y sociales en todo el mundo. Los podridos regímenes estalinistas del este europeo caían uno a uno como fruto de la revolución política que se inició en Polonia (aunque incompleta por falta de una dirección revolucionaria que derribase a la burocracia y pusiera el poder en manos de los trabajadores, en vez de restaurar el capitalismo). América Latina vivía una ola de revueltas populares (como el Caracazo en Venezuela y la rebelión indígena en México que llevó a la creación del movimiento zapatista) y movilizaciones obreras de carácter revolucionario que derribaron las dictaduras militares en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, El Salvador, Guatemala, etc. En Asia, los trabajadores y estudiantes de la Plaza de Tiananmén amenazaban con tomar el poder de la burocracia restauracionista y de la nueva burguesía china aliada del imperialismo, generando una crisis sin precedentes en 40 años en el país.
Por último, Oriente Medio aún estaba sacudido por la revolución iraní, que ganaba cada vez más adeptos en todos los países de la región, fundamentalmente como impulsora del sentimiento antiimperialista y antisionista de los pueblos árabes. Motivado por ella, Hezbollah nacía para combatir a los invasores israelíes en el Líbano y los palestinos realizaban la Primera Intifada (1987-1993) y creaban a Hamas. A medida que EE.UU. intervenía en la Guerra del Golfo, Saddam Hussein elevaba la retórica antiestadounidense, despertando protestas populares de apoyo a su lado en el norte de África y en Oriente Medio. Incluso en Arabia Saudita, el gran agente islámico de EE.UU. en la región, la oposición popular a los norteamericanos aumentaba, con clérigos que cuestionaban la presencia imperialista en tierras sagradas y reivindicaban derechos frente a la tiranía monárquica. Una invasión estadounidense a Irak en esas circunstancias elevaría el nivel de la crisis mundial del imperialismo y correría el riesgo de culminar en una derrota ante la revolución internacional. Por eso George H. W. Bush tuvo que restringirse a expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait, y nada más.
Para justificar su invasión de Kuwait, Saddam pregonaba que el diminuto territorio pertenecía a Irak por derecho. De hecho, Kuwait pertenecía al gobierno otomano de Basora (hoy en Irak) cuando aún existía el Imperio otomano. En 1899, el jeque Mabarak Sabah vendió el territorio por 15 mil libras esterlinas al Imperio Británico, convirtiéndolo en un protectorado de la Reina. El país conquistó su independencia en 1961, tres años después de que los militares nacionalistas derrocaran a la monarquía iraquí. Estos buscaron reincorporar Kuwait a Irak, pero los imperialistas británicos amenazaron con intervenir militarmente y los iraquíes tuvieron que retroceder. Ahora, Saddam lideraba nuevamente los esfuerzos de reincorporación, encontrando otra vez la oposición del imperialismo, y también de otros países árabes. Los monarcas saudíes, que habían sido los mayores financiadores de Saddam en la guerra contra Irán, por orden del imperialismo, ahora se oponían ferozmente a él, también por orden del imperialismo.
Ahora que el imperialismo se había vuelto contra su exaliado, las atrocidades del ejército iraquí en Kuwait eran mostradas por la prensa internacional como nunca lo habían sido las atrocidades del ejército de Saddam en Irán durante ocho años de guerra. Estados Unidos comenzó a bombardear Irak en enero de 1991 y así permaneció por casi 40 días, arrojando sobre la cabeza del pobre pueblo iraquí 800 mil toneladas de explosivos. Eso fue más que el conjunto de los bombardeos convencionales en toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Las muertes en masa de civiles iraquíes a manos de armas estadounidenses, británicas y saudíes eran retratadas como meros “efectos colaterales” de la guerra. Al final de las operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto, denominaciones de la intervención imperialista, los monopolios de la industria bélica estadounidense habían recibido 84 mil millones de dólares de los países árabes, siendo 27,5 mil millones pagados por Arabia Saudita, más que el financiamiento que Riad había proporcionado a Irak en la guerra contra Irán.
Hubo apenas 195 bajas militares estadounidenses y de sus comparsas; en cuanto a las iraquíes, pueden haber superado las 150 mil (miles de soldados iraquíes simplemente desaparecieron, con la principal sospecha recayendo sobre las fuerzas de EE.UU., que los habrían enterrado en fosas comunes, constituyendo un crimen de guerra). Además, una demógrafa que trabajaba para el Censo de EE.UU. fue al terreno y calculó 158 mil civiles iraquíes muertos (el resultado de su investigación fue ocultado por el gobierno estadounidense). En Kuwait, 360 mil palestinos serían expulsados, además de otros tantos torturados y ejecutados, bajo la acusación de apoyar al ejército iraquí (Fisk, pp. 774-775). Más tarde se descubrió que EE.UU. utilizó uranio empobrecido contra los iraquíes, siendo más de 22 toneladas disparadas por los tanques, generando el riesgo de muerte para hasta medio millón de personas. En los años siguientes, se reportaron “abscesos, tumores generalizados, gangrenas, hemorragias internas, mastectomías en niños, cabezas de tamaño reducido, deformidades y miles de pequeñas sepulturas” (ídem, p. 811), así como cáncer y leucemia, incluso en niños nacidos después de los ataques, pues sus padres habían sido contaminados.
Irak había sido derrotado, pero el imperialismo decidió no invadir ni derrocar al régimen, como lo haría 12 años después. Al contrario: actuó para impedir que los propios iraquíes derrocasen a Saddam, desarmando a grupos de rebeldes, principalmente chiitas, que estaban cansados de su dictadura (Richard Dowden, The Independent, 6 de marzo de 1991). Fueron aplastados por la represión que siguió. Mejor Saddam que el pueblo en el poder y la inestabilidad generalizada en Oriente Medio.
Sin embargo, el imperialismo estadounidense pensaba a mediano-largo plazo. Si no era posible derrocar a Saddam y tomar control de Irak en aquel momento, EE.UU. trabajaría para socavar las estructuras del régimen y del propio país en sí, preparando el terreno para una futura y definitiva intervención. Las primeras sanciones impuestas por las Naciones Unidas (¡sí, por la humanitaria y santificada ONU!) llegaron aún en 1990, llevando a muertes por falta de medicamentos y oxígeno en los hospitales iraquíes, una vez que al país le fue vedada la importación de materiales tan elementales. La excusa era que era necesario imponer sanciones para forzar a Irak a retirarse de Kuwait. Pero estas continuaron incluso después de la guerra, y durante toda la década de 1990.