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May 12, 2025
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La guerra no terminará hasta que Washington y sus aliados estén dispuestos a afrontar la cuestión fundamental: la persistencia de una doctrina hegemónica que no admite rivales.

Thomas FAZI

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Escríbenos: info@strategic-culture.su

Una cosa está clara: Trump ya no puede afirmar que la guerra en Ucrania es “la guerra de Biden”. Ahora también es la guerra de Trump.

Meses después de que el presidente estadounidense se comprometiera a poner fin rápidamente a los combates entre Ucrania y Rusia, su Administración ha anunciado que Estados Unidos ya no participará en lo que a menudo se ha descrito como una diplomacia itinerante entre ambas partes.

La semana pasada, la portavoz del Departamento de Estado, Tammy Bruce, confirmó que Estados Unidos ya no actuaría como mediador en las negociaciones. Según ella, estas “ahora son entre las dos partes”, y añadió que “ahora es el momento de que presenten y desarrollen ideas concretas sobre cómo va a terminar este conflicto. Depende de ustedes”.

Mientras tanto, en una entrevista con la NBC, Trump se mostró aún más pesimista al afirmar que “quizás no sea posible” alcanzar un acuerdo de paz. De hecho, el conflicto parece estar recrudeciéndose una vez más, y con el visto bueno de la Casa Blanca.

El 4 de mayo, The New York Times informó de que un sistema de defensa aérea Patriot suministrado por Estados Unidos y actualmente estacionado en Israel está siendo redirigido a Ucrania.

Dado que todas las exportaciones de Patriot requieren la aprobación formal de Estados Unidos en virtud de las leyes estadounidenses sobre transferencia de armas, la medida indica la autorización directa de la Casa Blanca.

Apenas unos días antes, Washington aprobó un posible acuerdo de 300 millones de dólares para entrenamiento y apoyo con aviones F-16. El paquete incluye la mejora de los aviones, piezas de repuesto, software, hardware y formación para el personal ucraniano.

Además, los medios de comunicación ucranianos informaron de que la Casa Blanca había dado luz verde a la exportación de nuevas armas por valor de 50 millones de dólares a Ucrania. Según se informa, el acuerdo incluye material militar no especificado y servicios relacionados con la defensa.

El martes, drones ucranianos atacaron Moscú por segunda noche consecutiva, lo que obligó a suspender temporalmente los vuelos en cuatro aeropuertos de la capital rusa y en otros nueve de las regiones circundantes.

Los ataques se produjeron pocos días antes del desfile militar anual del Día de la Victoria de Rusia, un evento al que se espera que asistan dignatarios internacionales, entre ellos el presidente chino, Xi Jinping. En vísperas de las celebraciones, Putin anunció un alto el fuego unilateral de tres días en Ucrania, alegando “consideraciones humanitarias”.

Sin embargo, Zelensky rechazó la tregua por considerarla insuficiente y afirmó que Kiev solo consideraría un alto el fuego de al menos 30 días. En un mensaje directo a los líderes que viajaban a Moscú para las celebraciones del 9 de mayo, Zelensky advirtió que Ucrania “no puede ser responsable de lo que ocurra en el territorio de la Federación Rusa” mientras continúen las hostilidades.

Trump culpa a Zelensky y Putin del fracaso de las negociaciones de paz, pero él mismo tiene una parte importante de responsabilidad.

Al asumir el cargo, comenzó las negociaciones con buen pie, reconociendo que el conflicto era fundamentalmente una guerra proxy entre Estados Unidos y Rusia, y que solo podía resolverse mediante un acuerdo directo entre las dos potencias.

Por eso se excluyó inicialmente a los europeos y los ucranianos de las conversaciones. Este enfoque, aunque controvertido, tenía cierta lógica: un acuerdo duradero requería el compromiso entre los verdaderos detentadores del poder.

Pero no duró mucho. En cuestión de semanas, la administración dio marcha atrás. Estados Unidos se reposicionó como mediador neutral en lugar de parte directa en el conflicto, a pesar de continuar con su apoyo militar y de inteligencia a Ucrania (tras una breve pausa).

Esa contradicción siempre estaba destinada a socavar el proceso de negociación. No se puede ser a la vez participante y mediador imparcial. Tras los recientes acuerdos armamentísticos, la pretensión de neutralidad se ha vuelto aún más insostenible.

En un sentido más amplio, los esfuerzos diplomáticos de Trump fracasaron por varias razones.

En primer lugar, subestimó la renuencia de Europa y Ucrania a aceptar cualquier compromiso que pudiera ser políticamente tóxico. Ambos tenían poderosos incentivos para mantener el statu quo.

Para los líderes europeos, un acuerdo de paz que reconociera las ganancias de Rusia sería políticamente ruinLa guerra se ha convertido en un narrativo legitimador, que justifica las dificultades económicas, la centralización tecnocrática e incluso las tendencias autoritarias. Admitir la derrota pondría al descubierto sus fracasos y envalentonaría a la oposición política.

Zelensky se enfrenta a riesgos aún mayores. Para él, poner fin a la guerra podría significar no solo el fin de su carrera política, sino también su seguridad personal, ya que sería mucho más vulnerable a las represalias de sus numerosos adversarios políticos. Estas limitaciones políticas internas hacían muy improbable una paz negociada sin una presión externa abrumadora, que Estados Unidos se ha mostrado reacio a ejercer.

Si Estados Unidos hubiera retirado por completo su apoyo militar a Ucrania y hubiera accedido a las principales demandas de Rusia, es probable que los europeos poco hubieran podido hacer para mantener la guerra durante un periodo de tiempo significativo.

Entonces, ¿por qué Washington no tomó ese camino?

La respuesta no radica tanto en Europa o Ucrania como en la dinámica interna de los propios Estados Unidos. Para Trump, negociar un acuerdo de este tipo con Moscú siempre iba a ser políticamente complicado.

El establishment de seguridad nacional estadounidense —y la propia Administración de Trump— está repleto de partidarios de la línea dura comprometidos con prolongar el conflicto.

Aunque Trump y un pequeño círculo de asesores cercanos pueden haber tenido la intención de alcanzar un acuerdo, la resistencia interna era abrumadora. Ante esta presión, Trump no pareció dispuesto a asumir el riesgo político necesario para llevarlo a cabo.

El establishment de seguridad nacional estadounidense está profundamente arraigado en los partidarios de la línea dura, comprometidos con prolongar el conflicto.

A este desafío se sumó un error de cálculo críticoTrump probablemente subestimó la firmeza de la posición de Rusia.

Parece haber creído que ofrecer un marco que incluyera el reconocimiento de las ganancias territoriales de Rusia en Ucrania sería suficiente para garantizar un avance. Probablemente esperaba que Moscú respondiera con concesiones significativas a cambio.

Pero desde el principio, Rusia dejó claro que cualquier acuerdo debía abordar mucho más que el estatus de los territorios ucranianos anexionados. Para Moscú, la guerra consiste en redibujar el orden de seguridad mundial.

Sus demandas siempre han incluido una nueva arquitectura de seguridad europea basada en el modelo de los Acuerdos de Helsinki, con límites a la expansión de la OTAN y una reestructuración más amplia del sistema internacional, una reestructuración que refleje el auge de nuevos centros de poder, en particular Pekín y Moscú.

Desde este punto de vista, la gobernanza mundial debe basarse en la igualdad soberana, los equilibrios regionales de poder y las esferas de influencia negociadas, y no en la universalización de las normas occidentales o la expansión de las alianzas militares lideradas por Occidente.

En resumen, Rusia no busca una tregua en términos estrechos, sino la formalización de un orden mundial multipolar en el que la hegemonía occidental sea sustituida por un equilibrio entre las grandes potencias.

En vista de ello, la insistencia de Trump en un alto el fuego inmediato como condición previa para las negociaciones nunca fue viable.

Moscú lleva mucho tiempo insistiendo en que una tregua solo puede producirse tras alcanzar un acuerdo sobre las líneas generales de una solución, y no antes.

Trump también dio un paso en falso al considerar una propuesta europea para desplegar tropas de “mantenimiento de la paz” en Ucrania como fuerza estabilizadora.

Para Rusia, tal medida era inaceptable y se habría considerado una provocación directa, en lugar de una medida para fomentar la confianza. Igualmente, inaceptable desde el punto de vista ruso era el Plan Kellogg, que preveía un conflicto congelado y el aplazamiento de la adhesión a la OTAN.

Por otra parte, en lo que respecta a Ucrania, Estados Unidos cometió otro error estratégico al presionar a Kiev para que aceptara formalmente el control ruso sobre Crimea. Esa exigencia —que, cabe destacar, Rusia nunca llegó a formular— era políticamente insostenible para Ucrania y, como era de esperar, fue rechazada.

Para alcanzar un acuerdo habría sido necesario un enfoque por fasesuna normalización gradual de las relaciones diplomáticas y económicas con Rusia, una retirada lenta del apoyo a Ucrania y unas negociaciones cuidadosamente gestionadas y destinadas a fomentar la confianza durante un período prolongado, que podría haber durado años.

Pero Trump, con su impaciencia característica, trató de imponer un acuerdo global en un plazo arbitrario de 100 días. El resultado no fue un avance, sino un fracaso.

En general, el enfoque de Estados Unidos en las negociaciones fue un caso de libro de incompetencia estratégica y diplomática. Esto se debe en parte a la inclusión en el equipo de Trump de figuras como Steve Witkoff y Marco Rubio, que carecen de experiencia diplomática y subestimaron la complejidad del conflicto.

Sin embargo, el fracaso de la iniciativa de paz de Trump también refleja realidades más profundas dentro del pensamiento de la política exterior estadounidense.

Si bien su retórica puede parecer romper con la ortodoxia intervencionista bipartidista del pasado, su doctrina “America First” sigue basándose en la creencia en la supremacía global de Estados Unidos, como lo demuestran sus agresivas tácticas comerciales.

Por eso Washington no pudo comprometerse seriamente con las demandas más amplias de Rusia. Como se ha señalado, Moscú no solo quiere el reconocimiento de los cambios territoriales, sino que busca la aceptación de la realidad multipolar del panorama internacional. Para la clase dirigente de la política exterior estadounidense, incluso bajo Trump, eso sigue siendo una propuesta inaceptable.

Así, aunque Trump pudiera haber estado genuinamente comprometido, a nivel racional, con poner fin a la guerra en Ucrania, la cultura institucional que ayudó a iniciar y mantener el conflicto sigue profundamente arraigada.

Como resultado, Trump no solo no ha logrado poner fin a la guerra, sino que, en cierta medida, ha profundizado el enredo de Estados Unidos. Esto le deja políticamente expuesto.

No puede reclamar el manto de pacificador, pero está claro que no tiene ningún interés en convertirse en Biden 2.0. Alejarse por completo podría haber preservado cierta coherencia. Pero al permanecer, ha hecho suya la guerra.

Paradójicamente, el tan criticado acuerdo sobre minerales podría resultar más ventajoso para Ucrania que para Estados UnidosGarantiza la continuidad de la participación estadounidense y protege a Kiev del abandono total, incluso si la riqueza mineral en cuestión resulta finalmente ilusoria.

Pero el tibio apoyo militar estadounidense no revertirá la suerte de Ucrania en el campo de batalla. Sigue siendo probable un avance ruso y, con él, un posible colapso ucraniano.

No está claro si este resultado obligaría a Occidente a volver a la mesa de negociaciones o si provocaría una nueva escalada. En cualquier caso, sigue existiendo un problema fundamental: todas las partes entienden que lo que se acuerde hoy podría revocarse mañana.

Esta desconfianza mutua significa que Rusia, Ucrania y, por extensión, Occidente, probablemente seguirán enfrascados en unas relaciones enconadas durante los próximos años, incluso si finalmente se alcanza un acuerdo formal.

Al mismo tiempo, es probable que Rusia mantenga una postura militar sólida en la región en el futuro inmediato, especialmente en el contexto de los planes de rearme y la retórica agresiva de Europa.

Esto, a su vez, provocará una respuesta de Europa, lo que dará lugar a una nueva ronda de contramedidas rusas. Todo ello se desarrollará en un entorno político profundamente tóxico, en el que la desconfianza es profunda y el ciclo de escalada sigue siendo difícil de romper.

Por ahora, el escenario más probable sigue siendo un conflicto prolongado, el aumento de los costes y la profundización de las divisiones, no solo entre Rusia y Occidente, sino también dentro del propio Occidente.

La guerra no terminará hasta que Washington y sus aliados estén dispuestos a afrontar la cuestión fundamental: la persistencia de una doctrina hegemónica que no admite rivales.

Hasta que eso ocurra, la paz seguirá siendo esquiva y el derramamiento de sangre continuará.

Y Donald Trump, le guste o no, corre el riesgo de ser recordado no como el hombre que puso fin a la guerra, sino como el que la heredó y dejó que ardiera.

Publicado originalmente por UnHerd.
Traducción: Observatorio de trabajadores en lucha

The views of individual contributors do not necessarily represent those of the Strategic Culture Foundation.
La mediación de Trump siempre estuvo condenada al fracaso. La guerra de Ucrania es insoluble

La guerra no terminará hasta que Washington y sus aliados estén dispuestos a afrontar la cuestión fundamental: la persistencia de una doctrina hegemónica que no admite rivales.

Thomas FAZI

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Escríbenos: info@strategic-culture.su

Una cosa está clara: Trump ya no puede afirmar que la guerra en Ucrania es “la guerra de Biden”. Ahora también es la guerra de Trump.

Meses después de que el presidente estadounidense se comprometiera a poner fin rápidamente a los combates entre Ucrania y Rusia, su Administración ha anunciado que Estados Unidos ya no participará en lo que a menudo se ha descrito como una diplomacia itinerante entre ambas partes.

La semana pasada, la portavoz del Departamento de Estado, Tammy Bruce, confirmó que Estados Unidos ya no actuaría como mediador en las negociaciones. Según ella, estas “ahora son entre las dos partes”, y añadió que “ahora es el momento de que presenten y desarrollen ideas concretas sobre cómo va a terminar este conflicto. Depende de ustedes”.

Mientras tanto, en una entrevista con la NBC, Trump se mostró aún más pesimista al afirmar que “quizás no sea posible” alcanzar un acuerdo de paz. De hecho, el conflicto parece estar recrudeciéndose una vez más, y con el visto bueno de la Casa Blanca.

El 4 de mayo, The New York Times informó de que un sistema de defensa aérea Patriot suministrado por Estados Unidos y actualmente estacionado en Israel está siendo redirigido a Ucrania.

Dado que todas las exportaciones de Patriot requieren la aprobación formal de Estados Unidos en virtud de las leyes estadounidenses sobre transferencia de armas, la medida indica la autorización directa de la Casa Blanca.

Apenas unos días antes, Washington aprobó un posible acuerdo de 300 millones de dólares para entrenamiento y apoyo con aviones F-16. El paquete incluye la mejora de los aviones, piezas de repuesto, software, hardware y formación para el personal ucraniano.

Además, los medios de comunicación ucranianos informaron de que la Casa Blanca había dado luz verde a la exportación de nuevas armas por valor de 50 millones de dólares a Ucrania. Según se informa, el acuerdo incluye material militar no especificado y servicios relacionados con la defensa.

El martes, drones ucranianos atacaron Moscú por segunda noche consecutiva, lo que obligó a suspender temporalmente los vuelos en cuatro aeropuertos de la capital rusa y en otros nueve de las regiones circundantes.

Los ataques se produjeron pocos días antes del desfile militar anual del Día de la Victoria de Rusia, un evento al que se espera que asistan dignatarios internacionales, entre ellos el presidente chino, Xi Jinping. En vísperas de las celebraciones, Putin anunció un alto el fuego unilateral de tres días en Ucrania, alegando “consideraciones humanitarias”.

Sin embargo, Zelensky rechazó la tregua por considerarla insuficiente y afirmó que Kiev solo consideraría un alto el fuego de al menos 30 días. En un mensaje directo a los líderes que viajaban a Moscú para las celebraciones del 9 de mayo, Zelensky advirtió que Ucrania “no puede ser responsable de lo que ocurra en el territorio de la Federación Rusa” mientras continúen las hostilidades.

Trump culpa a Zelensky y Putin del fracaso de las negociaciones de paz, pero él mismo tiene una parte importante de responsabilidad.

Al asumir el cargo, comenzó las negociaciones con buen pie, reconociendo que el conflicto era fundamentalmente una guerra proxy entre Estados Unidos y Rusia, y que solo podía resolverse mediante un acuerdo directo entre las dos potencias.

Por eso se excluyó inicialmente a los europeos y los ucranianos de las conversaciones. Este enfoque, aunque controvertido, tenía cierta lógica: un acuerdo duradero requería el compromiso entre los verdaderos detentadores del poder.

Pero no duró mucho. En cuestión de semanas, la administración dio marcha atrás. Estados Unidos se reposicionó como mediador neutral en lugar de parte directa en el conflicto, a pesar de continuar con su apoyo militar y de inteligencia a Ucrania (tras una breve pausa).

Esa contradicción siempre estaba destinada a socavar el proceso de negociación. No se puede ser a la vez participante y mediador imparcial. Tras los recientes acuerdos armamentísticos, la pretensión de neutralidad se ha vuelto aún más insostenible.

En un sentido más amplio, los esfuerzos diplomáticos de Trump fracasaron por varias razones.

En primer lugar, subestimó la renuencia de Europa y Ucrania a aceptar cualquier compromiso que pudiera ser políticamente tóxico. Ambos tenían poderosos incentivos para mantener el statu quo.

Para los líderes europeos, un acuerdo de paz que reconociera las ganancias de Rusia sería políticamente ruinLa guerra se ha convertido en un narrativo legitimador, que justifica las dificultades económicas, la centralización tecnocrática e incluso las tendencias autoritarias. Admitir la derrota pondría al descubierto sus fracasos y envalentonaría a la oposición política.

Zelensky se enfrenta a riesgos aún mayores. Para él, poner fin a la guerra podría significar no solo el fin de su carrera política, sino también su seguridad personal, ya que sería mucho más vulnerable a las represalias de sus numerosos adversarios políticos. Estas limitaciones políticas internas hacían muy improbable una paz negociada sin una presión externa abrumadora, que Estados Unidos se ha mostrado reacio a ejercer.

Si Estados Unidos hubiera retirado por completo su apoyo militar a Ucrania y hubiera accedido a las principales demandas de Rusia, es probable que los europeos poco hubieran podido hacer para mantener la guerra durante un periodo de tiempo significativo.

Entonces, ¿por qué Washington no tomó ese camino?

La respuesta no radica tanto en Europa o Ucrania como en la dinámica interna de los propios Estados Unidos. Para Trump, negociar un acuerdo de este tipo con Moscú siempre iba a ser políticamente complicado.

El establishment de seguridad nacional estadounidense —y la propia Administración de Trump— está repleto de partidarios de la línea dura comprometidos con prolongar el conflicto.

Aunque Trump y un pequeño círculo de asesores cercanos pueden haber tenido la intención de alcanzar un acuerdo, la resistencia interna era abrumadora. Ante esta presión, Trump no pareció dispuesto a asumir el riesgo político necesario para llevarlo a cabo.

El establishment de seguridad nacional estadounidense está profundamente arraigado en los partidarios de la línea dura, comprometidos con prolongar el conflicto.

A este desafío se sumó un error de cálculo críticoTrump probablemente subestimó la firmeza de la posición de Rusia.

Parece haber creído que ofrecer un marco que incluyera el reconocimiento de las ganancias territoriales de Rusia en Ucrania sería suficiente para garantizar un avance. Probablemente esperaba que Moscú respondiera con concesiones significativas a cambio.

Pero desde el principio, Rusia dejó claro que cualquier acuerdo debía abordar mucho más que el estatus de los territorios ucranianos anexionados. Para Moscú, la guerra consiste en redibujar el orden de seguridad mundial.

Sus demandas siempre han incluido una nueva arquitectura de seguridad europea basada en el modelo de los Acuerdos de Helsinki, con límites a la expansión de la OTAN y una reestructuración más amplia del sistema internacional, una reestructuración que refleje el auge de nuevos centros de poder, en particular Pekín y Moscú.

Desde este punto de vista, la gobernanza mundial debe basarse en la igualdad soberana, los equilibrios regionales de poder y las esferas de influencia negociadas, y no en la universalización de las normas occidentales o la expansión de las alianzas militares lideradas por Occidente.

En resumen, Rusia no busca una tregua en términos estrechos, sino la formalización de un orden mundial multipolar en el que la hegemonía occidental sea sustituida por un equilibrio entre las grandes potencias.

En vista de ello, la insistencia de Trump en un alto el fuego inmediato como condición previa para las negociaciones nunca fue viable.

Moscú lleva mucho tiempo insistiendo en que una tregua solo puede producirse tras alcanzar un acuerdo sobre las líneas generales de una solución, y no antes.

Trump también dio un paso en falso al considerar una propuesta europea para desplegar tropas de “mantenimiento de la paz” en Ucrania como fuerza estabilizadora.

Para Rusia, tal medida era inaceptable y se habría considerado una provocación directa, en lugar de una medida para fomentar la confianza. Igualmente, inaceptable desde el punto de vista ruso era el Plan Kellogg, que preveía un conflicto congelado y el aplazamiento de la adhesión a la OTAN.

Por otra parte, en lo que respecta a Ucrania, Estados Unidos cometió otro error estratégico al presionar a Kiev para que aceptara formalmente el control ruso sobre Crimea. Esa exigencia —que, cabe destacar, Rusia nunca llegó a formular— era políticamente insostenible para Ucrania y, como era de esperar, fue rechazada.

Para alcanzar un acuerdo habría sido necesario un enfoque por fasesuna normalización gradual de las relaciones diplomáticas y económicas con Rusia, una retirada lenta del apoyo a Ucrania y unas negociaciones cuidadosamente gestionadas y destinadas a fomentar la confianza durante un período prolongado, que podría haber durado años.

Pero Trump, con su impaciencia característica, trató de imponer un acuerdo global en un plazo arbitrario de 100 días. El resultado no fue un avance, sino un fracaso.

En general, el enfoque de Estados Unidos en las negociaciones fue un caso de libro de incompetencia estratégica y diplomática. Esto se debe en parte a la inclusión en el equipo de Trump de figuras como Steve Witkoff y Marco Rubio, que carecen de experiencia diplomática y subestimaron la complejidad del conflicto.

Sin embargo, el fracaso de la iniciativa de paz de Trump también refleja realidades más profundas dentro del pensamiento de la política exterior estadounidense.

Si bien su retórica puede parecer romper con la ortodoxia intervencionista bipartidista del pasado, su doctrina “America First” sigue basándose en la creencia en la supremacía global de Estados Unidos, como lo demuestran sus agresivas tácticas comerciales.

Por eso Washington no pudo comprometerse seriamente con las demandas más amplias de Rusia. Como se ha señalado, Moscú no solo quiere el reconocimiento de los cambios territoriales, sino que busca la aceptación de la realidad multipolar del panorama internacional. Para la clase dirigente de la política exterior estadounidense, incluso bajo Trump, eso sigue siendo una propuesta inaceptable.

Así, aunque Trump pudiera haber estado genuinamente comprometido, a nivel racional, con poner fin a la guerra en Ucrania, la cultura institucional que ayudó a iniciar y mantener el conflicto sigue profundamente arraigada.

Como resultado, Trump no solo no ha logrado poner fin a la guerra, sino que, en cierta medida, ha profundizado el enredo de Estados Unidos. Esto le deja políticamente expuesto.

No puede reclamar el manto de pacificador, pero está claro que no tiene ningún interés en convertirse en Biden 2.0. Alejarse por completo podría haber preservado cierta coherencia. Pero al permanecer, ha hecho suya la guerra.

Paradójicamente, el tan criticado acuerdo sobre minerales podría resultar más ventajoso para Ucrania que para Estados UnidosGarantiza la continuidad de la participación estadounidense y protege a Kiev del abandono total, incluso si la riqueza mineral en cuestión resulta finalmente ilusoria.

Pero el tibio apoyo militar estadounidense no revertirá la suerte de Ucrania en el campo de batalla. Sigue siendo probable un avance ruso y, con él, un posible colapso ucraniano.

No está claro si este resultado obligaría a Occidente a volver a la mesa de negociaciones o si provocaría una nueva escalada. En cualquier caso, sigue existiendo un problema fundamental: todas las partes entienden que lo que se acuerde hoy podría revocarse mañana.

Esta desconfianza mutua significa que Rusia, Ucrania y, por extensión, Occidente, probablemente seguirán enfrascados en unas relaciones enconadas durante los próximos años, incluso si finalmente se alcanza un acuerdo formal.

Al mismo tiempo, es probable que Rusia mantenga una postura militar sólida en la región en el futuro inmediato, especialmente en el contexto de los planes de rearme y la retórica agresiva de Europa.

Esto, a su vez, provocará una respuesta de Europa, lo que dará lugar a una nueva ronda de contramedidas rusas. Todo ello se desarrollará en un entorno político profundamente tóxico, en el que la desconfianza es profunda y el ciclo de escalada sigue siendo difícil de romper.

Por ahora, el escenario más probable sigue siendo un conflicto prolongado, el aumento de los costes y la profundización de las divisiones, no solo entre Rusia y Occidente, sino también dentro del propio Occidente.

La guerra no terminará hasta que Washington y sus aliados estén dispuestos a afrontar la cuestión fundamental: la persistencia de una doctrina hegemónica que no admite rivales.

Hasta que eso ocurra, la paz seguirá siendo esquiva y el derramamiento de sangre continuará.

Y Donald Trump, le guste o no, corre el riesgo de ser recordado no como el hombre que puso fin a la guerra, sino como el que la heredó y dejó que ardiera.

Publicado originalmente por UnHerd.
Traducción: Observatorio de trabajadores en lucha