En plena Segunda Guerra Mundial, la ciudad de Leningrado fue sometida a un brutal y agónico asedio por las fuerzas de la Wehrmacht que se prolongó durante 900 días. A las bombas de las fuerzas alemanas se le sumaron el hambre y las enfermedades que diezmaron a la población. En enero de 1943, el Ejército Rojo logró romper el cerco, pero aún tendrían que esperar un año más para poner fin al sitio.
Javier VERAMENDI
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Apenas se iniciaba el día 12 de enero de 1943 cuando casi dos mil piezas de artillería encendieron el horizonte al oeste de Leningrado. A las 11.50 horas, las tropas soviéticas se lanzaron al asalto de las posiciones alemanas en el saliente de Shlisselburg, la pequeña lengua de tierra que separaba la ciudad del resto de la Unión Soviética. Seis días después, el 18 de enero, esta semana hace ochenta años, elementos de vanguardia de la 123.ª División de Fusileros del 67.º Ejército provenientes del este y tropas de la 327.ª División de Fusileros del 2.º Ejército de Choque provenientes de la propia ciudad cercada entraron en contacto justo al este de la Colonia Obrera n.º 1. En las horas siguientes y a pesar de los contraataques alemanes, nuevas unidades se unieron para ensanchar este pasillo. Se había roto el cerco de Leningrado.
Cuna de la Revolución y centro político e industrial de primer orden, la ciudad había sido uno de los objetivos de los alemanes desde el inicio mismo de la Operación Barbarroja el 22 de junio de 1941. Punto de destino del Grupo de Ejércitos Norte, la intención de Hitler no era, sin embargo, empeñar a sus soldados en una cruenta lucha callejera, sino enlazar con las tropas finlandesas provenientes del istmo de Carelia y rodear la urbe soviética para aplastarla bajo las bombas mientras se moría de hambre. Iba a estar a punto de conseguirlo.
Los primeros proyectiles de artillería cayeron sobre la ciudad el día 4 de septiembre, el enemigo había llegado, y cuatro días más tarde los alemanes capturaron Shlisselburg, aislándola completamente por tierra, comenzaba el asedio. Ese mismo día, la Luftwaffe empezó su labor de destrucción, pero sin excesivo empeño. Para entonces la ofensiva que debía hacer caer al régimen soviético como si fuera un gigante con pies de barro crujía por todas sus costuras y las fuerzas aéreas alemanas jamás llegarían a emplear grandes grupos de aeronaves en un objetivo que ya creían ganado.
Las mismas razones que impulsaron a los alemanes a ir establecer el cerco de Leningrado animaron a las autoridades soviéticas a hacer todo lo posible para conservarla. Para ello, la primera medida fue enviar allí al general Gueorgui Zhúkov, el laureado vencedor de la amenaza japonesa en Jaljin Gol, quien se puso manos a la obra de inmediato. Se excavaron nuevas trincheras, se mejoraron las fortificaciones y durante el asedio –ya bajo el mando de otros jefes– iban a ejecutarse numerosas ofensivas con el fin de romper el pasillo alemán que llegaba hasta la orilla del lago Ládoga. Las colinas de Siniavino, en el centro de la posición de la Wehrmacht, no tardarían en convertirse en el punto focal de numerosas batallas.
Pero más importante aún que defender era suministrar. Entre la ciudad rodeada y la cercana cabeza de playa de Oranienbaum había unos trescientos mil combatientes del Ejército Rojo, a los que hay que sumar alrededor de tres millones de civiles entre los habitantes de Leningrado y los refugiados que habían huido de los invasores. Los primeros necesitaban balas, granadas y armas para cumplir su cometido, y todos ellos tenían que recibir víveres suficientes para subsistir, sobre todo con el invierno llamando a la puerta.
La primera que se encargó de la siempre precaria línea logística de la ciudad fue la Flotilla del Ládoga, cuyas barcazas conseguirían transportar hasta veintidós mil toneladas de comida al mes –menos de las treinta mil necesarias– bajo los ataques constantes de la Luftwaffe, que iba a hundir numerosas embarcaciones. El frío y el hielo iban a encargarse de cerrar esta puerta, pero dejando abierta una ventana tan singular como heroica: la Carretera de la Vida. Columnas enteras de camiones iban a recorrer la superficie helada del Ládoga, bajo heladas espeluznantes y ventiscas infernales, para llevar sus cargas de suministro al otro lado.
A pesar de tantos esfuerzos, la ciudad pasó un hambre atroz. La ración de pan descendió hasta los 500 gramos diarios para los combatientes, 250 para los trabajadores de las fábricas y de alta prioridad y 125 para los trabajadores de oficina, dependientes y niños. Lo más trágico es que no había mucho más. La melaza derretida y cubierta de cenizas pegada al suelo entre los restos de una fábrica incendiada era una buena solución de contingencia, y algunas fuentes mencionan que en el Sennói Rynok, el Mercado del Heno, se vendía sospechosas hamburguesas, supuestamente elaboradas con carne de caballo, perro, gato, rata… y tal vez también seres humanos.
No todo era comer. La población también necesitaba combustible para calentarse, pero este se agotó en enero, electricidad para iluminarse en las casas o, sobre todo, para que los tranvías llevaran a la gente a sus trabajos, algunos de ellos imprescindibles para mantener la ciudad en combate, y agua para beber. Los habitantes de la ciudad se vieron entonces obligados a caminar hasta el río Nevá para obtener el agua necesaria y a trasladarse a las fábricas del mismo modo, para emplear sus herramientas de modo manual o, en los casos más imprescindibles, electrificarlas con la ayuda de pequeños generadores.
Otro problema al que tuvieron que enfrentarse los defensores, potenciado por el hambre y la falta de higiene, fue el de las epidemias. Un informe del NKVD sobre los fallecimientos por enfermedades infecciosas entre enero y marzo tanto de 1941 como de 1942 listaba el sarampión, la disentería o la tosferina como los agentes más letales, indicando que la cifra de fallecidos descendía mucho entre un año y otro, excepto en el caso de la disentería, las fiebres tifoideas y el tifus, que además iban a ascender bruscamente con la llegada de la primavera y la descongelación de los cadáveres y la basura, que provocaron un aumento exponencial de las ratas, pulgas y piojos, portadores de enfermedades. Así, en abril de 1942 la cifra de muertos por disentería y fiebre tifoidea iba a multiplicarse por cinco o por seis, y la de tifus por veinticinco.
Hubo que esperar hasta enero de 1943, hace ochenta años, para que, mientras el Sexto Ejército alemán se hundía en Stalingrado, los asediados de Leningrado empezaron a ver algo de luz al final del túnel. Iniciada el día 12, seis días después la Operación Iskra consiguió romper el saliente alemán en Shlisselburg y abrir un pasillo de acceso terrestre a la ciudad que, estabilizado el día 22, no tenía más de 10 km de ancho y estaba bajo fuego alemán, pero permitió la apresurada construcción de un ferrocarril que alejó definitivamente el fantasma de la muerte de los pobladores de Leningrado.
El cerco de Leningrado quedó definitivamente roto gracias a la Ofensiva Leningrado-Nóvgorod. Eran las 9.30 de la mañana del 14 de enero de 1944 cuando el 2.º Ejército de Choque y el 42.º Ejército lanzaron una gran ofensiva hacia el sur desde la cabeza de playa de Oranienbaum y desde la propia Leningrado. El 19 ambos ejércitos entraron en contacto en Ropsha, el 21 quedó liberada Mga, que había sido la base del saliente alemán hacia el río Ládoga y, el 26 los atacantes llegaron a Krasnogvardeisk, ampliando el espacio en torno a la ciudad y alejando definitivamente la amenaza.
Atrás quedaban millones de vidas desperdiciadas. Al menos 650 000 combatientes muertos y capturados de un total de 1,5 millones de bajas militares, a los que hay que sumar alrededor de otro millón de civiles. Una hecatombe que redujo la población de la ciudad a menos de la mitad de la que había antes de la guerra, marcándola para siempre. En su recuerdo queda, sobre todo, el cementerio Piskarevskoye de Leningrado, un lugar de fosas comunes abierto en 1960 y enclavado al norte del río Nevá. Una larga avenida recorre el lugar extendiéndose desde un pebetero con una llama eterna hasta la estatua de una mujer que se alza contra el cielo. En el friso tallado tras ella se puede leer: “Nadie es olvidado, nada se olvida”.
Publicado originalmente por despertaferro-ediciones.com