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January 22, 2024
© Photo: Public domain

Fue el régimen comunista, al que sirvió Putin en su juventud, el que creó el nacionalismo ucraniano. Ucrania, parte indiferenciada del Imperio ruso, se la considera el solar de nacimiento de Rusia.

Pedro Fernández BARBADILLO

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En Historia, las consecuencias de las grandes decisiones, esas que cambian el destino de los pueblos, son, a diferencia de los terremotos, impredecibles y extensas. En ocasiones, los personajes pueden sufrir los efectos de sus obras en vida, como le ocurrió a Martín Lutero, asombrado e indignado por la caterva de discípulos que, en vez de aceptarle a él como papa, se proclamaban únicos intérpretes del Evangelio y, encima, le condenaban a él. Otros ejemplos son los jerarcas del II Reich alemán que enviaron a un puñado de agitadores bolcheviques a Petrogrado en 1917 y en 1945 vieron al Ejército Rojo ocupar Berlín; y los funcionarios del Gobierno de EEUU que entrenaron y armaron a los ‘muyahidines’ en Afganistán asistieron a los atentados del 11-S. Otro caso que podemos añadir a la lista es el de Ucrania, esa república fundada por Moscú para debilitar el nacionalismo ruso y que ahora está conquistando a sangre y fuego.

Los últimos zares se titulaban reyes de Polonia, príncipes de Estonia y grandes duques de Finlandia y Lituania. Nunca reyes o soberanos de Ucrania; todo lo más, zares de Kíev. Ucrania formaba parte indiferenciada del Imperio ruso y se la considera el solar de nacimiento de Rusia. Hasta el presidente Vladímir Putin en su discurso del 21 de febrero pasado invocó la historia para justificar la tutela de Moscú sobre Ucrania, en un remedo de la doctrina soviética de la ‘soberanía limitada’. Pero fue el régimen comunista, al que sirvió Putin en su juventud, el que creó el nacionalismo ucraniano.

Libertad para los pueblos del imperio ruso

Al poco de conquistar el poder mediante un golpe de Estado en noviembre de 1917, Vladímir Lenin enunció el llamado Decreto de la Paz el derecho de autodeterminación de los pueblos del imperio ruso, que luego recogió el presidente de EEUU Woodrow Wilson y extendió al resto de Europa. Este principio político ha sido uno de los más destructivos en derecho internacional y ha causado una gran inestabilidad, pues fue una manera de que las grandes potencias interviniesen en las pequeñas y medianas con la excusa de proteger a minorías étnicas.

Hasta entonces, los únicos territorios con agitación nacionalista eran los de población polaca y los bálticos, más los árabes y los irlandeses. Al año siguiente, 1918, cuando los bolcheviques cedieron Ucrania y el Cáucaso a los Imperios Centrales en Brest Litovsk y se derrumbó la Monarquía de los Habsburgo, la fiebre nacionalista se extendió por Europa oriental.

En Ucrania, donde el nacionalismo era una reivindicación limitada a sectores de la burguesía y la universidad (como el caso catalanista), se pasó de pedir la autonomía en una Rusia federal a declarar la independencia. Antes independientes que sometidos a los rojos. Hasta 1921, las tierras ucranianas fueron campo de batalla entre polacos, rusos blancos, bolcheviques y, por supuesto, ucranianos.

Los rojos admitían el derecho de autodeterminación sólo si servía para destruir las instituciones y lealtades tradicionales y, luego, engrandecer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Uno de sus mayores enemigos era el arraigado nacionalismo ruso y, por ello, Lenin y Stalin, al constituir la URSS en 1922, diseñaron nuevas repúblicas, con sus fronteras, y crearon una oligarquía local, que en las décadas siguientes acaparó más poder.

Al principio fueron sólo cuatro repúblicas; más tarde se añadieron otras once. Kazajistán nació primero como república socialista soviética autónoma de la república socialista federativa soviética rusa y luego, en 1936, como república soberana, a la que Stalin regaló docenas de miles de kilómetros cuadrados. En la actualidad, Kazajistán, con menos de 20 millones de habitantes es el séptimo país más extenso del mundo.

El fracaso de la ‘rusificación’

El ‘holodomor’, el genocidio por hambre de millones de seres humanos en los años 30, convenció a los ucranianos de que Moscú deseaba su desaparición, más que su conversión en buenos bolcheviques. Campesinos, cristianos, aristócratas, ucranianos… Todos eran enemigos del Estado soviético.

El racismo de los nacionalsocialistas alemanes les impidió aprovechar el sentimiento anti-comunista y anti-ruso de los ucranianos y los bálticos y, sin duda fue una de las razones de la pérdida de la guerra por el III Reich. Stalin premió los sacrificios de los ucranianos por la victoria con nuevas deportaciones y persecuciones. Sin embargo, en Ucrania se mantuvo un movimiento armado hasta los años 50 y en Occidente se asentó un gobierno en el exilio.

Entre los escasos errores de Stalin, el verdadero vencedor de la Segunda Guerra Mundial, se encuentra la petición de tres puestos para la URSS en la Asamblea de las Naciones Unidas: junto a la URSS, se sentaban las repúblicas soviéticas de Bielorrusia y Ucrania. Una visibilidad por la que suspirarían los nacionalistas escoceses o los flamencos.

En la posguerra, la rusificación de los pueblos no rusos (medida ya aplicada por los zares en los países que conquistaban) convivió con el desarrollo de los nacionalismos locales, con promoción de los idiomas y enumeración de agravios respecto a los vecinos y Moscú. El desplome de la URSS en los años 80 y 90 llevó a que los ‘apparatchiks’ georgianos, azeríes, tayikos o kazajos, a fin de mantenerse en los gobiernos y enriquecerse, pasasen de ser obedientes miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética a patriotas y hasta creyentes en Cristo o en Alá.

En un brindis al sol alabado por la quinta columna comunista en los países europeos y americanos, la última Constitución soviética (1977) reconocía el derecho de autodeterminación de las quince repúblicas que formaban la URSS en falsa igualdad. Lo que no pasaba de ser una proclama propagandística (como la de que la URSS era un Estado socialista formado por “campesinos y obreros”, cuando el poder real estaba en manos de los burócratas) se convirtió en realidad.

En un largo proceso, la república y el partido comunista fundaron la nación.

 

Ucrania independiente y desarmada

En el año sorprendente de 1991, el imperio soviético se desmoronó y lo hizo sin violencia. En diciembre, antes de que se cumplieran el septuagésimo aniversario del Tratado de la Unión Soviética, los presidentes comunistas de Rusia (Borís Yeltsin), Ucrania (Leonid Kravchuk) y Bielorrusia (Stanislav Shushkévich) decidieron la disolución de la URSS. Este acontecimiento lo definió Putin en 2005 como “la catástrofe geopolítica más grande del siglo. Para el pueblo ruso, esto representó un verdadero drama”.

Ucrania por fin se convirtió en una nación independiente y, en un rasgo de ese ‘buenismo’ que tanto daño provoca, renunció a su armamento nuclear a cambio de que Rusia y la comunidad internacional garantizasen su soberanía y su integridad territorial.

Las deportaciones ordenadas por Stalin de pueblos enteros de las regiones en que habían estado asentados durante siglos, como los letones, los tártaros de Crimea y los alemanes del Volga a Asia central, y su sustitución por contingentes de rusos han creado nuevos problemas de minorías en todo el espacio de la antigua URSS. Moscú dispone de una excusa para intervenir en los lugares donde se ‘oprime’ a los rusos. Y esta sí que es una copia de la conducta de Adolf Hitler, que pretendía reunir a los alemanes en un solo Estado, amparándose en el derecho de autodeterminación.

Entre las lecciones que nos deja la breve vida de la URSS está la de que el nacionalismo es un sentimiento mucho más fuerte –y hasta connatural a los humanos- que la ideología socialista.

libertaddigital.com

 

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Ucrania, creación de Lenin

Fue el régimen comunista, al que sirvió Putin en su juventud, el que creó el nacionalismo ucraniano. Ucrania, parte indiferenciada del Imperio ruso, se la considera el solar de nacimiento de Rusia.

Pedro Fernández BARBADILLO

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En Historia, las consecuencias de las grandes decisiones, esas que cambian el destino de los pueblos, son, a diferencia de los terremotos, impredecibles y extensas. En ocasiones, los personajes pueden sufrir los efectos de sus obras en vida, como le ocurrió a Martín Lutero, asombrado e indignado por la caterva de discípulos que, en vez de aceptarle a él como papa, se proclamaban únicos intérpretes del Evangelio y, encima, le condenaban a él. Otros ejemplos son los jerarcas del II Reich alemán que enviaron a un puñado de agitadores bolcheviques a Petrogrado en 1917 y en 1945 vieron al Ejército Rojo ocupar Berlín; y los funcionarios del Gobierno de EEUU que entrenaron y armaron a los ‘muyahidines’ en Afganistán asistieron a los atentados del 11-S. Otro caso que podemos añadir a la lista es el de Ucrania, esa república fundada por Moscú para debilitar el nacionalismo ruso y que ahora está conquistando a sangre y fuego.

Los últimos zares se titulaban reyes de Polonia, príncipes de Estonia y grandes duques de Finlandia y Lituania. Nunca reyes o soberanos de Ucrania; todo lo más, zares de Kíev. Ucrania formaba parte indiferenciada del Imperio ruso y se la considera el solar de nacimiento de Rusia. Hasta el presidente Vladímir Putin en su discurso del 21 de febrero pasado invocó la historia para justificar la tutela de Moscú sobre Ucrania, en un remedo de la doctrina soviética de la ‘soberanía limitada’. Pero fue el régimen comunista, al que sirvió Putin en su juventud, el que creó el nacionalismo ucraniano.

Libertad para los pueblos del imperio ruso

Al poco de conquistar el poder mediante un golpe de Estado en noviembre de 1917, Vladímir Lenin enunció el llamado Decreto de la Paz el derecho de autodeterminación de los pueblos del imperio ruso, que luego recogió el presidente de EEUU Woodrow Wilson y extendió al resto de Europa. Este principio político ha sido uno de los más destructivos en derecho internacional y ha causado una gran inestabilidad, pues fue una manera de que las grandes potencias interviniesen en las pequeñas y medianas con la excusa de proteger a minorías étnicas.

Hasta entonces, los únicos territorios con agitación nacionalista eran los de población polaca y los bálticos, más los árabes y los irlandeses. Al año siguiente, 1918, cuando los bolcheviques cedieron Ucrania y el Cáucaso a los Imperios Centrales en Brest Litovsk y se derrumbó la Monarquía de los Habsburgo, la fiebre nacionalista se extendió por Europa oriental.

En Ucrania, donde el nacionalismo era una reivindicación limitada a sectores de la burguesía y la universidad (como el caso catalanista), se pasó de pedir la autonomía en una Rusia federal a declarar la independencia. Antes independientes que sometidos a los rojos. Hasta 1921, las tierras ucranianas fueron campo de batalla entre polacos, rusos blancos, bolcheviques y, por supuesto, ucranianos.

Los rojos admitían el derecho de autodeterminación sólo si servía para destruir las instituciones y lealtades tradicionales y, luego, engrandecer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Uno de sus mayores enemigos era el arraigado nacionalismo ruso y, por ello, Lenin y Stalin, al constituir la URSS en 1922, diseñaron nuevas repúblicas, con sus fronteras, y crearon una oligarquía local, que en las décadas siguientes acaparó más poder.

Al principio fueron sólo cuatro repúblicas; más tarde se añadieron otras once. Kazajistán nació primero como república socialista soviética autónoma de la república socialista federativa soviética rusa y luego, en 1936, como república soberana, a la que Stalin regaló docenas de miles de kilómetros cuadrados. En la actualidad, Kazajistán, con menos de 20 millones de habitantes es el séptimo país más extenso del mundo.

El fracaso de la ‘rusificación’

El ‘holodomor’, el genocidio por hambre de millones de seres humanos en los años 30, convenció a los ucranianos de que Moscú deseaba su desaparición, más que su conversión en buenos bolcheviques. Campesinos, cristianos, aristócratas, ucranianos… Todos eran enemigos del Estado soviético.

El racismo de los nacionalsocialistas alemanes les impidió aprovechar el sentimiento anti-comunista y anti-ruso de los ucranianos y los bálticos y, sin duda fue una de las razones de la pérdida de la guerra por el III Reich. Stalin premió los sacrificios de los ucranianos por la victoria con nuevas deportaciones y persecuciones. Sin embargo, en Ucrania se mantuvo un movimiento armado hasta los años 50 y en Occidente se asentó un gobierno en el exilio.

Entre los escasos errores de Stalin, el verdadero vencedor de la Segunda Guerra Mundial, se encuentra la petición de tres puestos para la URSS en la Asamblea de las Naciones Unidas: junto a la URSS, se sentaban las repúblicas soviéticas de Bielorrusia y Ucrania. Una visibilidad por la que suspirarían los nacionalistas escoceses o los flamencos.

En la posguerra, la rusificación de los pueblos no rusos (medida ya aplicada por los zares en los países que conquistaban) convivió con el desarrollo de los nacionalismos locales, con promoción de los idiomas y enumeración de agravios respecto a los vecinos y Moscú. El desplome de la URSS en los años 80 y 90 llevó a que los ‘apparatchiks’ georgianos, azeríes, tayikos o kazajos, a fin de mantenerse en los gobiernos y enriquecerse, pasasen de ser obedientes miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética a patriotas y hasta creyentes en Cristo o en Alá.

En un brindis al sol alabado por la quinta columna comunista en los países europeos y americanos, la última Constitución soviética (1977) reconocía el derecho de autodeterminación de las quince repúblicas que formaban la URSS en falsa igualdad. Lo que no pasaba de ser una proclama propagandística (como la de que la URSS era un Estado socialista formado por “campesinos y obreros”, cuando el poder real estaba en manos de los burócratas) se convirtió en realidad.

En un largo proceso, la república y el partido comunista fundaron la nación.

 

Ucrania independiente y desarmada

En el año sorprendente de 1991, el imperio soviético se desmoronó y lo hizo sin violencia. En diciembre, antes de que se cumplieran el septuagésimo aniversario del Tratado de la Unión Soviética, los presidentes comunistas de Rusia (Borís Yeltsin), Ucrania (Leonid Kravchuk) y Bielorrusia (Stanislav Shushkévich) decidieron la disolución de la URSS. Este acontecimiento lo definió Putin en 2005 como “la catástrofe geopolítica más grande del siglo. Para el pueblo ruso, esto representó un verdadero drama”.

Ucrania por fin se convirtió en una nación independiente y, en un rasgo de ese ‘buenismo’ que tanto daño provoca, renunció a su armamento nuclear a cambio de que Rusia y la comunidad internacional garantizasen su soberanía y su integridad territorial.

Las deportaciones ordenadas por Stalin de pueblos enteros de las regiones en que habían estado asentados durante siglos, como los letones, los tártaros de Crimea y los alemanes del Volga a Asia central, y su sustitución por contingentes de rusos han creado nuevos problemas de minorías en todo el espacio de la antigua URSS. Moscú dispone de una excusa para intervenir en los lugares donde se ‘oprime’ a los rusos. Y esta sí que es una copia de la conducta de Adolf Hitler, que pretendía reunir a los alemanes en un solo Estado, amparándose en el derecho de autodeterminación.

Entre las lecciones que nos deja la breve vida de la URSS está la de que el nacionalismo es un sentimiento mucho más fuerte –y hasta connatural a los humanos- que la ideología socialista.

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