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February 20, 2024
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Juan Dal MASO

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Javier Milei tuvo una semana intensa de lucha contra Lali Espósito y los “artistas kirchneristas”, que terminó con una supuesta fundamentación ideológico-moral de la lucha cultural contra el “edificio de Gramsci” y el “Gramsci Kultural”. Esa máquina de crear infiernos efímeros, antes llamada Twitter y ahora X, llevó al comunista sardo a las cimas del Trending Topic. Rápidamente, personas que hacen como que son periodistas salieron a explicar a Gramsci y sus “Aparatos Ideológicos del Estado” (sic) y a ponderar la “batalla cultural” del habitante de Casa Rosada. Gramsci se transformó, una vez más, en la referencia de una perniciosa tentativa de introducir el socialismo a través de la cultura, de la que formarían parte desde el kirchnerismo hasta el gobernador cordobés Llaryora.

Distintos analistas habían señalado durante la semana que, en la práctica de polarizar con determinadas figuras del ambiente artístico de amplia popularidad, Milei no había inventado nada, sino que básicamente estaba siguiendo el manual de Donald Trump.

Veremos a continuación que tampoco resulta original en su lucha contra “Gramsci” (al que por otra parte desconoce ampliamente).

La “batalla cultural” libertariana: impostura y repetición

Si la lucha de Milei fuera contra “los que viven del Estado”, eso le hubiera impedido congeniar con Mauricio Macri, Luis Caputo y Patricia Bullrich. Su lucha es contra cualquier persona, grupo social, clase, fracción de clase, organización o institución que aparezca como disfuncional (o no suficientemente funcional) a la acumulación de capital (especialmente del sector financiero y de los grandes millonarios). Si planteara la cuestión de ese modo, sería muy difícil que pudiera conquistar apoyos en los sectores populares. Al no poder fundamentar su política en la defensa de un interés de clase abiertamente impopular, lo que queda es presentar el neoliberalismo como opción moral. De un lado están los cínicos que viven del Estado, y del otro la gente de bien, que puede ser el tipo que tiene un almacén o el dueño de un monopolio empresario. La condición para acceder a esa categoría es ofrecer un servicio o un producto a un precio “validable en el mercado”.

Pero resulta que aquí Milei tampoco inventó nada. Sigue al pie de la letra el manual de Margaret Thatcher: la libre empresa como garantía del progreso, la identificación de la pequeña propiedad con la gran propiedad y la consiguiente analogía entre el monetarismo aplicado a la macroeconomía y la administración del hogar, las privaciones personales de hoy como garantía de la abundancia de mañana, todo ello presentado como alternativa el “colectivismo” y el “estatismo”. Veamos algunas de sus expresiones. La primera de un artículo de 1974, citado en uno de sus libros de Memorias:

Fui atacada [como Secretaria de Educación] por luchar en la retaguardia en defensa de los “intereses de la clase media” [término amplio que incluye en primer lugar a la burguesía, no solo a lo que en Argentina se llama “clase media”, N. de T.]. La misma acusación se me hace ahora, cuando lidero la oposición conservadora a las propuestas socialistas de Impuesto a las Transmisiones Patrimoniales. Pues bien, si los “valores de la clase media” incluyen el fomento de la variedad y la elección individual, la provisión de incentivos justos y recompensas por la habilidad y el trabajo duro, el mantenimiento de barreras efectivas contra el poder excesivo del Estado y la creencia en una amplia distribución de la propiedad privada individual, entonces son ciertamente lo que estoy tratando de defender [1].

La segunda es una recapitulación sobre la situación política durante la campaña electoral de 1979:

Tanta gente y tantos intereses creados dependían ya significativamente del Estado –para el empleo en el sector público, para las prestaciones de la Seguridad Social, para la sanidad, la educación y la vivienda– que la libertad económica había empezado a suponer un riesgo casi inaceptable para su nivel de vida. Y, cuando eso ocurriera finalmente, la libertad política –por ejemplo, la libertad de afiliarse o no a un sindicato o la libertad de tener opiniones controvertidas y seguir teniendo derecho a enseñar en una escuela pública o a trabajar en un departamento gubernamental– sería la siguiente víctima. Además, el avance del comunismo en el extranjero y el retroceso de Occidente ante él contribuían a minar la moral de quienes deseaban oponerse al colectivismo en casa [2].

Thatcher ganó la elección y gobernó (no sin tener que vencer fuertes resistencias y pasar por importantes crisis y la guerra de Malvinas) en el Reino Unido hasta 1990. Su amplio programa de privatizaciones, quita de derechos laborales y recortes de los presupuestos estatales dejó como saldo un amplio deterioro de las condiciones de vida de la clase trabajadora británica, sin lograr revertir la declinación histórica del Reino Unido como potencia imperial. Esa es otra historia, o mejor dicho no lo es, pero lo importante para nuestro argumento es que la gran novedad del “cambio moral” de Milei es una repetición del discurso de Thatcher. Veremos que con Gramsci no le va mejor.

Hablemos sin saber

En su intento de fundamentar su “batalla cultural”, Milei pretende polarizar contra una supuesta estrategia “gramsciana”, consistente en “implantar el socialismo” a través de su introducción en “la educación, la cultura y los medios de comunicación”. Acto seguido, habla de “progres bien pensantes” (que no se entiende qué tendrían que ver con un intelectual y dirigente marxista y comunista como Gramsci), de políticos que tienen privilegios, de artistas que cobran en función de ellos y finalmente de “una línea de separación entre los que viven de los privilegios del Estado y las personas de bien”. Lo de las “personas de bien” ya lo comentamos antes. Veamos un poco este tema de Gramsci como inspiración de “los que viven de los privilegios del Estado”.

En sus reflexiones de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci señaló que, junto con la dominación basada en la coerción, el Estado burgués contaba con la organización de un aparato hegemónico en el que se entrelazaban instituciones estatales y “privadas” que buscaban desarrollar maneras de pensar acordes a los objetivos económicos del sistema de producción y los objetivos políticos del Estado (diarios, partidos, sindicatos, escuelas). Sin embargo, este análisis tenía que ver en primer lugar con la caracterización del poder político del Estado capitalista (incluido el régimen fascista). Con esto busco señalar que el intento de Milei de ponerse por fuera de una disputa ideológica realizada a través del Estado es vano. Para Gramsci no habría ninguna diferencia, en cuanto al carácter orgánico de una posición política, entre quien defendía a los gobiernos anteriores desde la TV pública y los que hoy defienden a Milei desde LN+. Que el medio sea un medio privado, no significa que no tenga relación con el Estado (sea por la vía de buscar influir en su orientación, sea por obtener de este diversos beneficios económicos) ni mucho menos que no haga “propaganda política”.

Por último, es falso que Gramsci sostuviera que el socialismo se podía implantar a través de “la educación, la cultura y los medios de comunicación”, sin pasar por un proceso de ruptura con el sistema capitalista, como se puede ver, por ejemplo, en sus reflexiones sobre relaciones de fuerzas sociales, políticas y militares (C13 §17). Como ya hemos señalado en otro lugar, a propósito de otras polémicas sobre el “culturalismo” de Gramsci [3], el tratamiento que hace Gramsci de la cuestión de la llamada “lucha cultural” bajo el capitalismo no puede entenderse si se hace abstracción de la cuestión de las relaciones de fuerzas. Por otra parte, el proyecto político de Gramsci no era la instalación de un “Estado benefactor” en los marcos del capitalismo, sino que era partidario de un Estado obrero que construyera el socialismo en base a un “sistema de principios que afirman como fin del Estado su propio fin, su propia desaparición, o sea la reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil” (C5 §127) [4].

Pero la verdad es que no tiene sentido discutir con Milei sobre su “interpretación” de Gramsci. Recordemos que considera “socialistas” a Cristina Kirchner y Horacio Rodríguez Larreta. Quizás sea más útil indagar en las fuentes en las que abreva esta “batalla antigramsciana”.

Por la ruta de las más rancias derechas argentinas

Recientemente, referentes “intelectuales” de la extrema derecha local como Agustín Laje han intentado sostener la demonización de Gramsci al mismo tiempo que recuperar los temas de la “batalla cultural” a él atribuidos. En la intervención de Milei, se puede presumir alguna influencia de este personaje. Pero la discusión sobre Gramsci en las derechas argentinas se remonta a varias décadas atrás.

En un apéndice de su libro La cola del diablo (1988), José Aricó abordó la cuestión de la relación entre Gramsci y la “cultura de derecha”. Comentando las ideas de Alan de Benoist, señalaba que un sector de la intelectualidad de derecha europea había asumido la necesidad de una lucha en el plano cultural y de un “gramscismo de derecha”. Destacaba también el contraste con la derecha argentina (asociada con la Iglesia y el histórico “partido militar”, especialmente con la última dictadura) y su imagen del intelectual gramsciano como “retaguardia de la subversión” [5]. A este último tipo de enfoques se remonta el planteo de Milei, lo sepa o no.

La preocupación por la “subversión gramsciana” proviene del hecho de que la dictadura genocida del ‘76 cumplió sus objetivos de regresión social, económica y política, pero se fue repudiada. Esto coincidió con un crecimiento de las lecturas de Gramsci en clave de “transición a la democracia” en América Latina, desde fines de los ‘70 y comienzos de los ‘80. Lo que para una izquierda clasista aparecía claramente como una capitulación de intelectuales que se habían pasado a la democracia burguesa, para los militares ultrarreaccionarios aparecía como la continuidad del comunismo por otros medios.

La Iglesia hizo también su aporte. Un caso particularmente sofisticado (por el intento de darle cierta profundidad filosófica) es el de la conferencia de Alfredo Sáenz en la Corporación de Abogados católicos (11 y 12 de agosto de 1987), en la ue señala:

La vigencia del pensamiento de Gramsci vuelve a poner sobre el tapete el tema de la lucha cultural como medio para la toma del poder político. La subversión marxista no es reductible al mero campo del enfrentamiento armado, al modo como lo impone el terrorismo. Se trata de una guerra que se adecúa a la diversidad de las circunstancias, pero, por encima de ello se trata de una guerra total, que es, en última instancia una guerra teológica, a la manera enunciada por San Agustín en su libro De Civitate Dei, una guerra entre dos ciudades, la ciudad de Dios, que exalta a Dios por sobre el hombre; y la ciudad del hombre, que endiosa al hombre en detrimento de Dios.

En “La derecha y Gramsci: demonización y disputa de la teoría de la hegemonía”, Raúl Burgos indaga sobre las trayectorias antigramscianas en las derechas latinoamericanas (también en intentos de “traducir” a Gramsci desde la derecha) y señala que dos hitos fundamentales en los que se abordó la cuestión de la “amenaza gramsciana” fueron la XVIIª Conferencia de Ejércitos Americanos (CEA), realizada en Mar del Plata (1987) y el Documento de Santa Fe II (1989).

Dice Burgos en referencia a la Conferencia de Ejércitos Americanos:

La nueva estrategia conspirativa para América Latina que detectaba la conferencia militar fue denominada “amerocomunismo”, en clara referencia al “eurocomunismo” de cuño europeo que incluiría también la Teología de la Liberación. Sobre el contenido de tal “estrategia” afirmaba el documento:

Para Gramsci, el método no consistía en la “conquista revolucionaria del poder”, sino en subvertir culturalmente a la sociedad como paso inmediato para alcanzar el poder político de forma progresiva, pacífica y perenne […]. Para este ideólogo, la idea principal se fundamenta en el uso del juego democrático para la instalación del socialismo en el poder. Una vez alcanzado este primer objetivo, se busca finalmente imponer el comunismo revolucionario. Su obra está dirigida especialmente a los intelectuales, profesionales y aquellos que manejan los medios masivos de comunicación.

El Documento de Santa Fe II, elaborado por asesores del entonces presidente norteamericano George Bush, planteaba similares consideraciones sobre Gramsci, como referencia de nuevas formas para llegar al poder por parte del comunismo bajo la democracia.

Recomendamos la lectura completa del trabajo de Burgos para ver otros ejemplos de intervenciones antigramscianas que incluyen al obispo Italo Di Stefano (1985), a Ramón Camps (1987), Luciano Benjamín Menéndez (2008) y Jorge Rafael Videla (2010). ¡Viva la Libertad, carajo!

Palabras finales: ¿por qué odian a Gramsci?

El discurso contra una supuesta cultura dominante de izquierda y contra Gramsci como su inspirador tiene un objetivo claro, que comentamos al principio de este artículo: crear la idea de que llevar a cabo una transformación regresiva de las relaciones de fuerzas es algo original y audaz, que viene a reparar las injusticias que el Estado impone al pequeño contribuyente mediante el “colectivismo”.

Más allá de la inteligibilidad de esta operación político-ideológica y –al mismo tiempo– del carácter bizarro de las incursiones “teóricas” del presidente y sus acólitos, no deja de resultar un poco llamativo el interés por denunciar el fantasma del comunismo gramsciano, no solo de las derechas argentinas, sino también de las de otros países como las de Chile y Brasil. Se impone entonces la pregunta sobre el por qué.

Aunque no sea más que una conjetura, creo que la respuesta la dieron los propios militares genocidas: para ellos Gramsci representaba la posibilidad de que quienes fueron derrotados pudieran seguir la lucha. Esta es la contracara afirmativa de esa imagen tan difundida de Gramsci como alguien que pensó desde la derrota. Gramsci representa, para la derecha reaccionaria, algo que esta derecha odia: el derecho a la resurrección de los vencidos.

NOTAS AL PIE

[1] Thatcher, Margaret, The Path to Power, Nueva York, HarperCollins Publishers, 1995, pp. 274/275.

[2] Ibídem, p. 440.

[3] Dal Maso, Juan, Hegemonía y lucha de clases. Tres ensayos sobre Trotsky, Gramsci y el marxismo, Bs. As., Ediciones IPS, 2018, pp. 216/220.

[4] Las referencias con número de cuaderno y parágrafo corresponden a Quaderni del carcere, Edizione critica dell’Istituto Gramsci a cura di Valentino Gerratana, Torino, Einaudi, 2001.

[5] Aricó, José, Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Bs. As., Puntosur Editores, 1988, p. 167.

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Gramsci para idiotas

Juan Dal MASO

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Javier Milei tuvo una semana intensa de lucha contra Lali Espósito y los “artistas kirchneristas”, que terminó con una supuesta fundamentación ideológico-moral de la lucha cultural contra el “edificio de Gramsci” y el “Gramsci Kultural”. Esa máquina de crear infiernos efímeros, antes llamada Twitter y ahora X, llevó al comunista sardo a las cimas del Trending Topic. Rápidamente, personas que hacen como que son periodistas salieron a explicar a Gramsci y sus “Aparatos Ideológicos del Estado” (sic) y a ponderar la “batalla cultural” del habitante de Casa Rosada. Gramsci se transformó, una vez más, en la referencia de una perniciosa tentativa de introducir el socialismo a través de la cultura, de la que formarían parte desde el kirchnerismo hasta el gobernador cordobés Llaryora.

Distintos analistas habían señalado durante la semana que, en la práctica de polarizar con determinadas figuras del ambiente artístico de amplia popularidad, Milei no había inventado nada, sino que básicamente estaba siguiendo el manual de Donald Trump.

Veremos a continuación que tampoco resulta original en su lucha contra “Gramsci” (al que por otra parte desconoce ampliamente).

La “batalla cultural” libertariana: impostura y repetición

Si la lucha de Milei fuera contra “los que viven del Estado”, eso le hubiera impedido congeniar con Mauricio Macri, Luis Caputo y Patricia Bullrich. Su lucha es contra cualquier persona, grupo social, clase, fracción de clase, organización o institución que aparezca como disfuncional (o no suficientemente funcional) a la acumulación de capital (especialmente del sector financiero y de los grandes millonarios). Si planteara la cuestión de ese modo, sería muy difícil que pudiera conquistar apoyos en los sectores populares. Al no poder fundamentar su política en la defensa de un interés de clase abiertamente impopular, lo que queda es presentar el neoliberalismo como opción moral. De un lado están los cínicos que viven del Estado, y del otro la gente de bien, que puede ser el tipo que tiene un almacén o el dueño de un monopolio empresario. La condición para acceder a esa categoría es ofrecer un servicio o un producto a un precio “validable en el mercado”.

Pero resulta que aquí Milei tampoco inventó nada. Sigue al pie de la letra el manual de Margaret Thatcher: la libre empresa como garantía del progreso, la identificación de la pequeña propiedad con la gran propiedad y la consiguiente analogía entre el monetarismo aplicado a la macroeconomía y la administración del hogar, las privaciones personales de hoy como garantía de la abundancia de mañana, todo ello presentado como alternativa el “colectivismo” y el “estatismo”. Veamos algunas de sus expresiones. La primera de un artículo de 1974, citado en uno de sus libros de Memorias:

Fui atacada [como Secretaria de Educación] por luchar en la retaguardia en defensa de los “intereses de la clase media” [término amplio que incluye en primer lugar a la burguesía, no solo a lo que en Argentina se llama “clase media”, N. de T.]. La misma acusación se me hace ahora, cuando lidero la oposición conservadora a las propuestas socialistas de Impuesto a las Transmisiones Patrimoniales. Pues bien, si los “valores de la clase media” incluyen el fomento de la variedad y la elección individual, la provisión de incentivos justos y recompensas por la habilidad y el trabajo duro, el mantenimiento de barreras efectivas contra el poder excesivo del Estado y la creencia en una amplia distribución de la propiedad privada individual, entonces son ciertamente lo que estoy tratando de defender [1].

La segunda es una recapitulación sobre la situación política durante la campaña electoral de 1979:

Tanta gente y tantos intereses creados dependían ya significativamente del Estado –para el empleo en el sector público, para las prestaciones de la Seguridad Social, para la sanidad, la educación y la vivienda– que la libertad económica había empezado a suponer un riesgo casi inaceptable para su nivel de vida. Y, cuando eso ocurriera finalmente, la libertad política –por ejemplo, la libertad de afiliarse o no a un sindicato o la libertad de tener opiniones controvertidas y seguir teniendo derecho a enseñar en una escuela pública o a trabajar en un departamento gubernamental– sería la siguiente víctima. Además, el avance del comunismo en el extranjero y el retroceso de Occidente ante él contribuían a minar la moral de quienes deseaban oponerse al colectivismo en casa [2].

Thatcher ganó la elección y gobernó (no sin tener que vencer fuertes resistencias y pasar por importantes crisis y la guerra de Malvinas) en el Reino Unido hasta 1990. Su amplio programa de privatizaciones, quita de derechos laborales y recortes de los presupuestos estatales dejó como saldo un amplio deterioro de las condiciones de vida de la clase trabajadora británica, sin lograr revertir la declinación histórica del Reino Unido como potencia imperial. Esa es otra historia, o mejor dicho no lo es, pero lo importante para nuestro argumento es que la gran novedad del “cambio moral” de Milei es una repetición del discurso de Thatcher. Veremos que con Gramsci no le va mejor.

Hablemos sin saber

En su intento de fundamentar su “batalla cultural”, Milei pretende polarizar contra una supuesta estrategia “gramsciana”, consistente en “implantar el socialismo” a través de su introducción en “la educación, la cultura y los medios de comunicación”. Acto seguido, habla de “progres bien pensantes” (que no se entiende qué tendrían que ver con un intelectual y dirigente marxista y comunista como Gramsci), de políticos que tienen privilegios, de artistas que cobran en función de ellos y finalmente de “una línea de separación entre los que viven de los privilegios del Estado y las personas de bien”. Lo de las “personas de bien” ya lo comentamos antes. Veamos un poco este tema de Gramsci como inspiración de “los que viven de los privilegios del Estado”.

En sus reflexiones de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci señaló que, junto con la dominación basada en la coerción, el Estado burgués contaba con la organización de un aparato hegemónico en el que se entrelazaban instituciones estatales y “privadas” que buscaban desarrollar maneras de pensar acordes a los objetivos económicos del sistema de producción y los objetivos políticos del Estado (diarios, partidos, sindicatos, escuelas). Sin embargo, este análisis tenía que ver en primer lugar con la caracterización del poder político del Estado capitalista (incluido el régimen fascista). Con esto busco señalar que el intento de Milei de ponerse por fuera de una disputa ideológica realizada a través del Estado es vano. Para Gramsci no habría ninguna diferencia, en cuanto al carácter orgánico de una posición política, entre quien defendía a los gobiernos anteriores desde la TV pública y los que hoy defienden a Milei desde LN+. Que el medio sea un medio privado, no significa que no tenga relación con el Estado (sea por la vía de buscar influir en su orientación, sea por obtener de este diversos beneficios económicos) ni mucho menos que no haga “propaganda política”.

Por último, es falso que Gramsci sostuviera que el socialismo se podía implantar a través de “la educación, la cultura y los medios de comunicación”, sin pasar por un proceso de ruptura con el sistema capitalista, como se puede ver, por ejemplo, en sus reflexiones sobre relaciones de fuerzas sociales, políticas y militares (C13 §17). Como ya hemos señalado en otro lugar, a propósito de otras polémicas sobre el “culturalismo” de Gramsci [3], el tratamiento que hace Gramsci de la cuestión de la llamada “lucha cultural” bajo el capitalismo no puede entenderse si se hace abstracción de la cuestión de las relaciones de fuerzas. Por otra parte, el proyecto político de Gramsci no era la instalación de un “Estado benefactor” en los marcos del capitalismo, sino que era partidario de un Estado obrero que construyera el socialismo en base a un “sistema de principios que afirman como fin del Estado su propio fin, su propia desaparición, o sea la reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil” (C5 §127) [4].

Pero la verdad es que no tiene sentido discutir con Milei sobre su “interpretación” de Gramsci. Recordemos que considera “socialistas” a Cristina Kirchner y Horacio Rodríguez Larreta. Quizás sea más útil indagar en las fuentes en las que abreva esta “batalla antigramsciana”.

Por la ruta de las más rancias derechas argentinas

Recientemente, referentes “intelectuales” de la extrema derecha local como Agustín Laje han intentado sostener la demonización de Gramsci al mismo tiempo que recuperar los temas de la “batalla cultural” a él atribuidos. En la intervención de Milei, se puede presumir alguna influencia de este personaje. Pero la discusión sobre Gramsci en las derechas argentinas se remonta a varias décadas atrás.

En un apéndice de su libro La cola del diablo (1988), José Aricó abordó la cuestión de la relación entre Gramsci y la “cultura de derecha”. Comentando las ideas de Alan de Benoist, señalaba que un sector de la intelectualidad de derecha europea había asumido la necesidad de una lucha en el plano cultural y de un “gramscismo de derecha”. Destacaba también el contraste con la derecha argentina (asociada con la Iglesia y el histórico “partido militar”, especialmente con la última dictadura) y su imagen del intelectual gramsciano como “retaguardia de la subversión” [5]. A este último tipo de enfoques se remonta el planteo de Milei, lo sepa o no.

La preocupación por la “subversión gramsciana” proviene del hecho de que la dictadura genocida del ‘76 cumplió sus objetivos de regresión social, económica y política, pero se fue repudiada. Esto coincidió con un crecimiento de las lecturas de Gramsci en clave de “transición a la democracia” en América Latina, desde fines de los ‘70 y comienzos de los ‘80. Lo que para una izquierda clasista aparecía claramente como una capitulación de intelectuales que se habían pasado a la democracia burguesa, para los militares ultrarreaccionarios aparecía como la continuidad del comunismo por otros medios.

La Iglesia hizo también su aporte. Un caso particularmente sofisticado (por el intento de darle cierta profundidad filosófica) es el de la conferencia de Alfredo Sáenz en la Corporación de Abogados católicos (11 y 12 de agosto de 1987), en la ue señala:

La vigencia del pensamiento de Gramsci vuelve a poner sobre el tapete el tema de la lucha cultural como medio para la toma del poder político. La subversión marxista no es reductible al mero campo del enfrentamiento armado, al modo como lo impone el terrorismo. Se trata de una guerra que se adecúa a la diversidad de las circunstancias, pero, por encima de ello se trata de una guerra total, que es, en última instancia una guerra teológica, a la manera enunciada por San Agustín en su libro De Civitate Dei, una guerra entre dos ciudades, la ciudad de Dios, que exalta a Dios por sobre el hombre; y la ciudad del hombre, que endiosa al hombre en detrimento de Dios.

En “La derecha y Gramsci: demonización y disputa de la teoría de la hegemonía”, Raúl Burgos indaga sobre las trayectorias antigramscianas en las derechas latinoamericanas (también en intentos de “traducir” a Gramsci desde la derecha) y señala que dos hitos fundamentales en los que se abordó la cuestión de la “amenaza gramsciana” fueron la XVIIª Conferencia de Ejércitos Americanos (CEA), realizada en Mar del Plata (1987) y el Documento de Santa Fe II (1989).

Dice Burgos en referencia a la Conferencia de Ejércitos Americanos:

La nueva estrategia conspirativa para América Latina que detectaba la conferencia militar fue denominada “amerocomunismo”, en clara referencia al “eurocomunismo” de cuño europeo que incluiría también la Teología de la Liberación. Sobre el contenido de tal “estrategia” afirmaba el documento:

Para Gramsci, el método no consistía en la “conquista revolucionaria del poder”, sino en subvertir culturalmente a la sociedad como paso inmediato para alcanzar el poder político de forma progresiva, pacífica y perenne […]. Para este ideólogo, la idea principal se fundamenta en el uso del juego democrático para la instalación del socialismo en el poder. Una vez alcanzado este primer objetivo, se busca finalmente imponer el comunismo revolucionario. Su obra está dirigida especialmente a los intelectuales, profesionales y aquellos que manejan los medios masivos de comunicación.

El Documento de Santa Fe II, elaborado por asesores del entonces presidente norteamericano George Bush, planteaba similares consideraciones sobre Gramsci, como referencia de nuevas formas para llegar al poder por parte del comunismo bajo la democracia.

Recomendamos la lectura completa del trabajo de Burgos para ver otros ejemplos de intervenciones antigramscianas que incluyen al obispo Italo Di Stefano (1985), a Ramón Camps (1987), Luciano Benjamín Menéndez (2008) y Jorge Rafael Videla (2010). ¡Viva la Libertad, carajo!

Palabras finales: ¿por qué odian a Gramsci?

El discurso contra una supuesta cultura dominante de izquierda y contra Gramsci como su inspirador tiene un objetivo claro, que comentamos al principio de este artículo: crear la idea de que llevar a cabo una transformación regresiva de las relaciones de fuerzas es algo original y audaz, que viene a reparar las injusticias que el Estado impone al pequeño contribuyente mediante el “colectivismo”.

Más allá de la inteligibilidad de esta operación político-ideológica y –al mismo tiempo– del carácter bizarro de las incursiones “teóricas” del presidente y sus acólitos, no deja de resultar un poco llamativo el interés por denunciar el fantasma del comunismo gramsciano, no solo de las derechas argentinas, sino también de las de otros países como las de Chile y Brasil. Se impone entonces la pregunta sobre el por qué.

Aunque no sea más que una conjetura, creo que la respuesta la dieron los propios militares genocidas: para ellos Gramsci representaba la posibilidad de que quienes fueron derrotados pudieran seguir la lucha. Esta es la contracara afirmativa de esa imagen tan difundida de Gramsci como alguien que pensó desde la derrota. Gramsci representa, para la derecha reaccionaria, algo que esta derecha odia: el derecho a la resurrección de los vencidos.

NOTAS AL PIE

[1] Thatcher, Margaret, The Path to Power, Nueva York, HarperCollins Publishers, 1995, pp. 274/275.

[2] Ibídem, p. 440.

[3] Dal Maso, Juan, Hegemonía y lucha de clases. Tres ensayos sobre Trotsky, Gramsci y el marxismo, Bs. As., Ediciones IPS, 2018, pp. 216/220.

[4] Las referencias con número de cuaderno y parágrafo corresponden a Quaderni del carcere, Edizione critica dell’Istituto Gramsci a cura di Valentino Gerratana, Torino, Einaudi, 2001.

[5] Aricó, José, Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Bs. As., Puntosur Editores, 1988, p. 167.