No se trata de una renuncia cobarde, sino de enfrentar la amenaza con determinación y sabiduría. La seguridad militar y una política de distensión no son contradictorias, sino complementarias. Comencemos por restablecer el contacto.
Benoît RYELANDT
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Conmocionados tanto por la expansión de la amenaza rusa como por la fiabilidad ahora incierta del aliado estadounidense, los países europeos se precipitan, sin mucho discernimiento, hacia un reforzamiento considerable de sus arsenales militares. Queriendo movilizar a sus poblaciones —cuya adhesión a este proceso es indispensable para los sacrificios que se avecinan—, las autoridades ya hacen sonar las alarmas e incluso llaman a los ciudadanos a equiparse con kits de supervivencia. Cumbres improvisadas se suceden en Londres, Bruselas y París.
Esta agitación desordenada debería dar paso a un debate sereno y sin tabúes sobre nuestra seguridad colectiva en Europa y el futuro de nuestras relaciones con Rusia.
Repetidos como un mantra por todos lados, los lemas son ahora preparación para el conflicto y resiliencia. El único camino que se contempla actualmente es la construcción de una defensa europea autónoma, capaz de ofrecer una disuasión creíble. Muy bien, pero ¿dónde están los objetivos políticos que deben acompañarla? Al no definirlos, corremos el riesgo de encerrarnos colectivamente en una lógica de confrontación sin perspectiva. Sin una estrategia coherente, las fuerzas militares que se preparan conducirán inevitablemente a una carrera armamentística que avivará las tensiones en lugar de reducirlas. Y sin apertura al diálogo, el riesgo de escalada aumentará, así como el peligro de que el conflicto en el que estamos inmersos derive en una guerra abierta.
La disuasión debe ir de la mano de la distensión
Puede parecer incongruente hablar de distensión en el contexto actual. Quede claro: mi planteamiento no es expresión de una renuncia cobarde ni de derrotismo. Al contrario, se trata de enfrentar la amenaza con determinación, pero también con sabiduría.
Recordemos que fue la combinación de un compromiso político junto al esfuerzo militar lo que permitió gestionar las tensiones de la Guerra Fría. Este principio fue adoptado en 1967 por la Alianza Atlántica por iniciativa del ministro belga de Asuntos Exteriores, Pierre Harmel. Consistía en un doble enfoque de defensa según el cual la seguridad militar y una política de distensión no eran contradictorias, sino complementarias. Al mantenimiento de una fuerza militar robusta se sumó entonces un compromiso diplomático activo, gracias al cual se lograron acuerdos de desarme mutuo. Lo que se conoció como la doctrina Harmel fue el motor de una relación sin conflicto abierto con la URSS, que se mantuvo durante más de dos décadas.
Si bien el contexto geopolítico ha cambiado, la doctrina Harmel sigue siendo válida hoy. De hecho, su abandono tras la desaparición de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia es en parte responsable de la situación en la que nos encontramos.
Al dejar de percibirse una amenaza directa a la paz en Europa, los recursos militares se redujeron drásticamente. Especialmente en nuestro país, que hoy solo destina el 1,3% de su PIB a defensa. Con el tiempo, nuestra capacidad disuasoria se debilitó. Pero, sobre todo, la política de distensión no se mantuvo. En realidad, nos preocupamos poco por desarrollar una relación constructiva y pacífica con una Rusia entonces debilitada. La OTAN no modificó realmente su concepto estratégico heredado de la Guerra Fría. Impulsada por Estados Unidos, además, se expandió rápidamente hacia las fronteras rusas. Los contactos políticos con Moscú se endurecieron inevitablemente. Luego, la apertura de la OTAN y la UE a Ucrania y la posterior invasión de Crimea llevaron a una ruptura casi total de las relaciones. Este vacío diplomático hizo renacer de pronto la amenaza militar que creíamos desaparecida.
Sorprendida por esta nueva realidad y por el retiro del apoyo estadounidense, una Europa desconcertada ahora tiene miedo. Y como se sabe, el miedo es mal consejero. Lleva a tomar decisiones apresuradas y a veces imprudentes, descartando opciones más útiles. Sobre todo, debería reactivarse la vía diplomática.
¿Qué distensión podemos plantearnos?
Según el Informe Harmel, la distensión consiste en “avanzar hacia relaciones más estables que permitan resolver los problemas políticos fundamentales“. Aunque pueda parecer vaga, esta fórmula tiene el mérito de destacar los dos aspectos de un proceso que puede conducir a la distensión: por un lado, reducir los riesgos de una confrontación armada mediante medidas de confianza; por otro, abordar las causas profundas del conflicto.
Esto supondría, en primer lugar, elaborar una visión política común de la seguridad europea, adaptada al contexto actual. Esta orientación estratégica implica necesariamente el futuro de nuestras relaciones con Rusia. Sobre esta base, habría que restablecer con Moscú —sin condiciones previas, pero con realismo y firmeza— una comunicación de alto nivel hoy interrumpida.
Obviamente, no se trataría en esta etapa de entablar negociaciones con Putin siguiendo los pasos de EE.UU., y menos aún de hacer concesiones. Tampoco significaría normalizar nuestras relaciones. Sería solo un primer paso en la dirección correcta.
Más allá de las apariencias, la necesidad de paz y estabilidad existe en ambos bandos. Respondiendo a un interés mutuo, la distensión es un instrumento que merece ser retomado.
Publicado originalmente por: La Libre.
Traducción nuestra